parada, discurriendo ahora por los objetos que nos son inferiores (porque tampoco tuvieran ser de modo alguno, ni se contuvieran debajo de especie alguna, ni apetecieran ó conservaran orden metódico, si no los formara aquel Señor que es sumo, es sumamente sabio y sumamente bueno), discurriendo, pues, digo con admirable estabilidad por todas las cosas que hizo Dios, vamos recogiendo algunas como vestigios suyos, que nos ha dejado impresas, en partes más, y en partes menos; pero considerando y observando en nosotros propios su imagen, como el otro hijo menor del Evangelio (1), y restituídos en nosotros, levantemos nuestra contemplación y volvamos á aquel Señor de quien nos habíamos apartado, ofendiéndole con nuestros enormes pecados.
Allí nuestro ser no tendrá muerte; allí nuestro saber no padecerá error; allí nuestro amor no sufrirá ofensa.
Y ahora, aunque estemos asegurados de estas nuestras tres cualidades, y no las creemos por otros testigos, sino que nosotros propios las sentimos presentes y las vemos con la infalible vista interior del alma, con todo, porque por nuestras limitadas luces no podemos saber cuánto tiempo han de permanecer, ó si nunca han de faltar, y á dónde han de llegar si obrasen bien, y á dónde si mal; por este motivo, ó buscamos ó tenemos otros testigos, de cuya fe y crédito de la razón por qué no deba dudarae de ellos, por no ser este lugar propio para tratarlo, lo expondremos después con más exactitud y diligencia. Así que en este libro hemos hablado de la Ciudad de Dios, á saber, de la que no es peregrina en la presente vida mortal, sino que vive siempre inmortal en los cielos; esto es, de los santos ángeles que están unidos con Dios, y que jamás le desampararon ni desampararán eternamente. Ya hemos dicho cómo entre (1) San Lucas, cap. XV.