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»mo al gordo comerciante. Iba ganando terreno »al sika y me di cuenta de que, si conseguía salir »al aire libre, nadie podría alcanzarlo. El corazón »se me oprimía de compasión, pero otra vez me >acometió la idea del tesoro, más y más impera»tiva.

»El hombre pasaba en este instante por delan»te de mí. Le metí mi carabina, por entre las » piernas, y lo vi dar dos vueltas, como una liebre »herida de muerte. Antes de que pudiera siquie»ra incorporarse, ya el sika estaba encima de él y le hundía dos veces el cuchillo en el costado.

»Achmet no exhaló un gemido ni movió un mús»culo: allí donde había caído permaneció inmó»vil. Yo creo que en la caída se descalabró. Ya »ven ustedes, señores, que cumplo mi promesa »de decirles lo ocurrido, exactamente, palabra »por palabra, séame ó no favorable.» Jonathan Small suspendió su relato y alzó sus maniatadas manos para beber whisky con agua que Holmes le había servido.

Conficso que por mi parte sentía en ese momento el más invencible horror por ese hombre, no solamente por su intervención á sangre fría en tan atroz asesinato, sino todavía más por la indiferencia y hasta cierto punto la coquetería con que narraba la espantosa historia. Cualquiera que fuese el castigo que le estaba reser-