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palabras al oído. Luego apoyó la mano en la espalda de la chiquilla y, tomando con la otra las cobijas, la arropó bien y la besó.

La enfermera y el practicante sonreían; los chicos se- guían mirando. ¿Qué era aquello? Lo de siempre, una enfermita rebelde que cedía ante el buen doctor. Chichí ya no chillaba; verdad es que seguía llamando a su mamá, pero no ya con la desesperación de momentos antes. La- deando la cabeza sobre su almohada, miró por entre los dedos de la mano con que, a modo de pantalla, cubría su carita. El doctor proseguía inclinado hablándola; luego se sentó junto a la cama y extendiendo su mano abierta, con la palma hacia arriba, consiguió que Chichí dejara en ella la suya diminuta. El bonito rostro pálido quedó al descubierto, y los antes azorados ojos empezaron a mirar sin desconfianza al temido doctor.

«Hijita mía —le decía éste entre tanto, —yo no vengo a curarte, porque lo que tú tienes se te pasará con dos días que guardes cama y con un jarabe muy rico que te voy a mandar de la confitería. Vengo solamente a hacerte una visita de parte de tu mamá, que no puede venir hoy por- que tiene mucho quehacer en casa; y te traigo esta mu- ñeca.»

Al decir esto, el buen doctor sacó del bolsillo de su so- bretodo un paquete que dejó sobre la cama. Chichí no lloraba ya; su carita expresaba curiosidad e interés. Al ver el paquete se incorporó a medias, y entonces el doctor la sostuvo en sus brazos, pues la enfermita estaba muy débil. La ayudó a desenvolver el paquete y ¡era cierto! una