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LA REINA ISABEL

como he dicho, por el fundamento, y lo primero que enmendaba era el enorme desacierto de las bodas reales.

Sin ofender á nadie, y por puro pasatiempo imaginativo, puede uno dedicar sus ratos de meditación á ejercer de Providencia que vela por los pueblos desgraciados. Reformaba yo la Historia, y hacía del reinado de Isabel, con la misma Isabel, no con otra, un reinado de bienandanzas. Las bellas cualidades de la soberana las dejaba como eran y han sido hasta el día de su muerte, y los defectos reducíalos á lo más mínimo, casi á la nada, bajo la acción dulce de un matrimonio dictado por la razón y fortificado por el mutuo cariño. Casaba yo á la Reina de España con un Príncipe ideal, escogido entre los mejores de Europa; y como esto que digo es imaginación ó más bien sueño, no estoy obligado á decir el nombre, y lo designaba sólo con la socorrida fórmula teórica de Equis. Equis daba su mano á Isabel, á despecho de Palmerston y de Guizot, y casados se quedaban, quisiéranlo ó no las entrometidas matronas Inglaterra y Francia... Hecho esto, faltaba otra cosa en el restaurado edificio histórico. Para que Isabel ejerciera noblemente su soberanía constitucional, elegía yo entre todos los hombres políticos que hemos tenido desde aquellas calendas, á don Antonio Cánovas, no como era el 46, un mozuelo sin experiencia, sino como fué después en la madurez de su laboriosa vida política. Con el Cánovas de 1876,