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B. PÉREZ GALDÓS

puesto treinta años atrás en la serie histórica, transmutación admisible en la ley del ensueño, no había miedo de que á espaldas de los Gobiernos visibles trabajasen en las sombras palatinas las camarillas enmascaradas, apartando de su dirección recta las resoluciones de gobierno. Cánovas (y quien sueña Cánovas, puede soñar Prim ó Sagasta, aunque éstos habrían sido más útiles en días posteriores del reinado), hubiera hecho de la servidumbre de Palacio lo que debía ser: habría cortado toda comunicación con monjitas extáticas y capellanes traviesos, suprimiendo con sólo un gesto la milagrería y embusteras santidades que así desdoraban el altar como el trono... Pues este estadista ideal, que he llamado Cánovas porque los talentos y el rigor de este hombre de nuestro tiempo parécenme los más adecuados para inaugurar en aquéllos un reinado eficaz, es otra Equis que, con la del Rey, completa la existencia privada y política de Isabel II.

¿Pero quién nos asegura que estos dos emblemas ó signos, puesta la Equis política á la izquierda de la Reina, á la derecha la Equis marital, habrían podido contener el empuje de las facciones, hacer frente á los efectos de la cruenta guerra, defenderse del conspirar continuo y atajar los motines y sediciones? No habrían hecho todo esto; pero sí algo, más que algo, casi lo bastante para que el reinado se desenvolviera entre suaves discordias, empalmando al fin semipa-