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Y ¡cosa extraña! Cuanto más pobre y miserable; cuanto más se padece por ella, tanto más se la idolatra y se la adora y hasta se halla placer en sufrir por ella. Se ha observado que los habitantes de los montes y los agrestes valles, los que ven la luz en suelo estéril melancólico, son los que conservan más vivos recuerdos de su país, hallando sólo en las ciudades un terrible tedio que les obliga a volver a su nativo suelo. ¿Será porque el amor a la patria es el más puro, más heroico y más sublime? ¿Es el reconocimiento, es la afección por todo lo que nos recuerda algo de nuestros primeros días, es la tierra donde duermen nuestros mayores, es el templo donde hemos adorado a un Dios con el candor de la balbuciente infancia, es el sonido de la campana que nos ha recreado desde niño, son las vastas campiñas, el lago azul de orillas pintorescas que surcábamos en ligera barquilla, el límpido arroyuelo que baña la alegre casita, escondida entre flores, cual nido de amor, o son los altos montes los que nos inspiran este dulce sentimiento? ¿Será la tempestad que, desencadenada, azota y abate con su terrible aleteo cuanto a su paso encuentra; el rayo que escapado de la mano del Potente, cae aniquilando? ¿Será el torrente o la cascada, seres de eterno movimiento y continua amenaza? ¿Será todo esto lo que nos atrae, cautiva y seduce?

Probablemente estas bellezas o tiernos recuerdos son los que fortifican el lazo que nos une al suelo donde nacimos, engendrando ese dulce bienestar cuando estamos en nuestro país, o esa profunda melancolía cuando estamos lejos de él, origen de una cruel enfermedad, llamada nostalgia.

¡Oh! no contristéis jamás al extranjero, al que se llega a vuestras playas; no despertéis en él ese vivo recuerdo de su país, de las delicias de su hogar, porque entonces, desgraciados, evocaréis esa enfermedad, tenaz fantasma que no le abandonará sino a la vista de su suelo natal o a los bordes de la tumba.

No vertáis jamás una gota de amargura en su corazón que, en semejantes circunstancias, se exageran los pesares, comparados con la dicha del perdido hogar.

Nacemos, pues; crecemos, envejecemos y morimos con este piadoso sentimiento. Es quizás el más constante, si constancia hay en el corazón de los hombres, y parece que no nos abandona ni en la misma tumba. Napoleón, entre-