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Todo el adelanto de las modernas sociedades débese casi por completo a los viajes. Y en efecto, desde la más remota antigüedad, viajaban los hombres en busca de la ciencia, como si estuviera escrita en los pliegues de la mar, en las hojas de los árboles, en las piedras de los caminos, en los monumentos y las tumbas.

Los griegos iban a Egipto a pedir a sus sacerdotes la instrucción, leían los papiros y se abismaban en la contemplación de aquellos gigantescos túmulos, sombríos representantes de la idea nacional; se inspiraban en su fúnebre grandeza, como hacen hoy día los sabios de la Europa en sus jeroglíficos, y volvían de allí filósofos como Pitágoras, historiadores como Herodoto, legisladores como Licurgo y Solón, y poetas como Orfeo y Homero. Y religión y civilización y ciencias y leyes y costumbres venían entonces de Egipto, sólo que al abordar a las risueñas playas de la Elade se despojaban de sus místicas vestiduras para ceñir el sencillo y gracioso traje de las hijas de Grecia.

Más tarde, del surco que trazó un arado un pueblo brota varonil, emprendedor, grande, orgulloso, y sublime. Desde su Capitolio tiende la vista al mundo, digno botín de una codicia sin límites, excita sus deseos. Lanza sus águilas y sus legiones que al volver uncen a su carro las naciones todas. Grecia, molécula absorbida por aquella masa victoriosa, hace con Roma lo que Egipto con ella: instruir a sus hijos, adornar con las obras de sus artistas sus calles y sus plazas; y todo su saber, ciencia, filosofía, bellas artes y literatura, pasan a Roma, si bien perdiendo algo de la gracia y la belleza, ganando en cambio en grandeza y majestad, reflejando el genio del arrogante pueblo; entonces en Roma sucedió lo que ahora en los pueblos civilizados con el afrancesamiento: el helenismo se introducía por todas partes, sus versos y sus voces corrían de boca en boca, sus costumbres y su filosofía se imitaban y practicaban. La ciencia, pues, y la civilización que hasta entonces había sido patrimonio del Oriente, imitando el natural curso de los astros, dirigía sus pasos al Occidente, sólo que al llegar al corazón del mundo, detúvose como para instruir a todas las naciones y razas. Entonces la Iberia, las Galias, la Germania, la Bretaña y hasta el África enviaban sus hijos a la ciudad, emporio del poderío, del saber y de las riquezas para ver, admirar y estudiar en el amplio recinto