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La esposa estaba también arrodillada al pié del lecho.

—No lloréis… antes bien escuchadme… En la inmensa duda acerca del porvenir… hoy que os voy a dejar vuestra existencia sólo me preocupa… oye, hija mía: sé que tú amas, aunque no me lo has dicho nunca, pero yo lo sé… no es verdad?… pues bien…

—Oh, no se ocupe V. de eso, papá… si V. no lo quiere no le amaré.

Mi corazón palpitó y me acerqué más para oir mejor.

—No, no de ningún modo —repuso el enfermo— yo apruebo tu elección y deseo que te cases con él.

Estaba a punto de caerme de rodillas para darle las gracias, cuando se abre la puerta y entra el médico todo conmovido. El aspecto del cuarto le sorprendió.

—Te esperaba, hijo mío —le dijo el enfermo— ven, arrodíllate… así yo te doy mi hija… haz de ella una buena esposa… yo bendigo vuestro amor…

Y expiró.

Yo no sé lo que pasó por mí; ya no me di cuenta de los que sucedió después.

Siempre que pienso que aquella alma se ha perdido para siempre y yo no lo he podido salvar… yo que tanto he trabajado… ¡Ah! ¡La impenitencia final!

El castigo que da Dios a esos libre-pensadores… ¡Horror!

Desde entonces, viendo la mano de Dios retirada de estos desgraciados, yo ya no pienso convertir a ninguno. ¡Qué se condenen!

Y para eso ¡he tenido que hacer el amor a su hija!


NOTA

En este cuento que Rizal escribió probablemente en Madrid hacia 1884, según D. Mariano Ponce, él tuvo a la vista la mentalidad entonces en Filipinas de considerar a los librepensadores como seres execrables, almas entregadas al diablo; y como enemigos de Dios iban derechito al infierno, condenados para toda la eternidad, según los sacerdotes.