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El enfermo, sin embargo, notaba que se aproximaba a la tumba, y varias veces así lo ha expresado. Recuerdo aún la noche que precedió a su muerte. Estábamos reunidos en la alcoba, él en la cama, su esposa, su hija y yo.

Pálido, descarnado, con la fisonomía triste y profunda, respirando fatigosamente, pero bañado siempre en una especie de atmósfera de tranquilidad que daba a sus facciones una simpatía singular.

Su señora rezaba fervorosamente en silencio, sentada en una silla: toda su mirada se reconcentraba en su esposo, pero; ¡qué mirada! … Se veía que ella recordaba todo un pasado feliz… No había un crucifijo siquiera.

La hija, que hacía dos noches que no había dormido, estaba inmóvil sentada en un sillón; su mirada vagaba sin fijarse en ningún objeto. Qué bella me parecía con su palidez y con sus suplicantes ojos. Si el enfermo fuese católico yo la hubiera tomado por el Ángel de la guardia que vela en la cabecera del enfermo para transportar su alma al cielo, pero, desgraciadamente, no podía ser así.

—Acercaos —dijo el enfermo con voz desfallecida pero cariñosa— acercaos: los momentos me son preciosos… conozco que mi hora se acerca y dentro de poco quizás vea a Dios y penetre lo que siempre he ignorado…

—Sí —me apresuré a contestar— va V. a comparecer delante de Dios, reciba pues los sacramentos.

—Amigo mío —me contestó con un gesto breve y fijando en mí una mirada de agradecimiento— gracias por sus buenos deseos; pero no hablemos de eso… voy a morir y necesito este tiempo para dedicarlo a mi familia.

Los sollozos de la madre y de la hija largo tiempo reprimidos dejaron oir.

—¿Cómo? ¿Lloráis vosotras que creéis en la otra vida? exclamó— yo soy quien debo de llorar, que no sé que será de vosotras.

—¡Oh! en cuanto a eso descuide V. —interrumpí vivamente.

—¿Qué será de vosotras? —prosiguió— Ven, hija mía, acércate; pon tus manos en las mías… están frías… es que la muerte se acerca… yo ya no siento bien el calor de las tuyas.

—¡Papá… papá! —gritó llorando su hija y cayendo de rodillas.