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QUO VADIS

tado observando su demudado rostro y sus manos, que al hablar extendía hacia adelante de una manera extraña, cual si pugnara por abrirse un camino por entre las sombras. Y permaneció meditabundo por espacio de algunos instantes. Luego levantóse de súbito y acecándose á Vinicio le tomó con los dedos algunos cabellos cercanos á la oreja, diciéndole: —¿Sabes que ya empiezan á verse canas en tus sienes?

—Es muy posible,—contestó Vinicio.—No me extrañaría el hallarme antes de mucho con la cabeza totalmente cubierta de ellas.

Sucedióse un breve silencio.

Petronio era hombre de sólido criterio y más de una vez habiase puesto á meditar acerca del alma y de la vida del hombre.

Pensaba que la vida en general, en medio de aquella sociedad de que ambos formaban parte, podía ser exteriormente feliz ó desgraciada, pero interiormente hallábase como en estado de anestesia. A la manera que un terremoto ó un rayo podía derribar un templo, el infortunio a su vez podía aniquilar la vida. Esta, empero, en sí misma, la informaban líneas sencillas y harmoniosas, exentas de toda complicación.

Pero de las palabras de Vinicio desprendíase algo más, —algo empequeñecedor de este concepto,—y Petronio encontróse por primera vez delante de una serie de abstrusos problemas psicológicos que nadie había logrado resolver hasta entonces.

Y era hombre de suficiente raciocinio para apreciar su importancia, pero aún con toda su habitual sagacidad, sentiase ahora incapaz de dar solución á las cuestiones propuestas. Así, pues, al cabo de un largo silencio, dijo como para orillar la dificultad: —Esos deben de ser encantamientos.

—Yo también he solido pensar lo propio,—contestó Vini-