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QUO VADIS

tica sonrisa las adulaciones de sus enemigos de la víspera; pero en quien, sea por indolencia ó por cultura, no hallaba cabida la venganza, pues nunca empleaba su poder en el detrimento ó para la ruina de los demás.

Porque habría habido ocasiones en que de su arbitrio pendiera el destruir aún al mismo Tigelino; pero se contentaba con ridiculizárlo y poner en transparencia su vulgaridad y falta de pulimento.

En Roma el Senado respiraba ahora, pues desde hacía mes y medio no se había expedido ninguna sentencia de muerte.

Cierto es que en Ancio y en la capital decían las gentes cosas estupendas acerca de los refinamientos de licencia á que se entregaban el Emperador y su favorito; más, todos preferían un César extremadamente sibarita á un tirano embrutecido en las manos de Tigelino.

El propio Tigelino sintióse desconcertado y empezó á vacilar acerca de si habría ya de darse por vencido, pues el César había dicho repetidas veces que en toda Roma y entre todos sus cortesanos, sólo habían dos espíritus capaces de comprenderse, dos verdaderos espíritus helénicos, él y Petronio.

La admirable habilidad del árbitro confirmaba á las gentes en la convicción de que su influencia habría de sobrevivir á la de todos los demás cortesanos.

Porque no veían cómo podría el César pasarse sin él.

¿Con qué otro conversaría acerca de poesía, de música, de arte? ¿En qué otros ojos leería si sus creaciones eran realmente perfectas?

Y Petronio, con su indiferencia habitual, parecía no dar importancia á su posición.

Como de ordinario, mostrábase indolente, perezoso, escéptico y lleno de ingenio.

Con frecuencia producía en quienes le rodeaban la impresión de un hombre que se estuviera burlando de ellos de sí mismo, del César y del mundo entero.