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QUO VADIS

los acueductos, podía distinguir por el color de la llama las sustancias que ingresaban á la combustión.

La furiosa violencia del viento arrastraba fuera de aquel igneo golfo millares y millones de caldeadas cáscaras de nueces y de almendras, las cuales lanzadas de súbito al aire cual innumerables bandadas de brillantes mariposas, reventaban con múltiple estallido ó bien, arrastradas por el viento iban á caer á puntos lejanos de la ciudad; y sobre los acueductos y campiñas situadas más allá de Roma.

Toda idea de salvamento salía de los límites de lo posible; aumentaba la confusión de instante en instante, porque, mientras por una parte la población salía de la ciudad escapando por todas las puertas, por la otra el incendio habia atraído á millares de individuos de las inmediaciones, habitantes de los pueblos pequeños, campesinos y pastores semisalvajes de la Campania, halagados por el aliciente del saqueo.

El grito de: «¡Roma perece!» escuchábase á porfía en los labios de todo el mundo; la ruina de la ciudad parecía á la sazón haber puesto fin á todo gobierno y relajado los vinculos que hasta entonces habían unido al pueblo en una sola entidad.

La plebe, entre la cual abundaban más los esclavos, no se curaba en absoluto del señorío de Roma. Solamente la destrucción de la ciudad podía libertarles; de ahí que por todas partes viéraseles en actitud amenazante.

Y los actos de violencia, de robo y de saqueo se propagaban por doquiera, y parecia que el espectáculo de aquella ciudad que el fuego iba devorando, era á la sazón lo único que embargaba la atención pública, impidiendo por el momento el estallido asesino que habría de empezar tan pronto como la metrópoli quedara convertida en un montón ruinas.

Centenares de miles de esclavos, olvidando que Roma, fuera de sus tomplos y de sus murallas, poseía algunas