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QUO VADIS

ro que su sangre ofreció por vueltras culpas, sino como un tremendo juez que en sus fallos habrá de arrojar á los incredulos y á los culpados al abismo. ¡Ay del mundo, ay de los pecadores! ¡No habrá misericordia para ellos.

¡Te estoy viendo! joh Cristol Lluvias de estrellas están cayendo sobre el orbe, obscurécese el sol, ábrense las entrañas de la tierra, levántanse los muertos de sus tumbas, y tú avanzas al son de las trompetas, rodeado por legiones de ángeles y en medio de truenos y relámpagos. ¡Te estoy viendo y oyendo! ¡Oh Cristo!

En seguida guardó silencio y alzando la vista pareció penetrar en las perspectivas distantes y tremendas del futuro.

En ese momento un sordo rumor dejóse oir en el subterráneo una, dos, tres, diez veces.

En la incendiada ciudad calles enteras de edificios parcialmente devorados ya por las llamas empezaron á desplomarse con gran fracaso.

Y la mayor parte de los cristianos tomaron aquel estrépito como signo patente de que la hora terrible se aproximaba. La fé en el pronto advenimiento de Cristo por se gunda vez, generalizábase entre ellos, especialmente ahora que la destrucción de la ciudad había venido á fortalecer esa creencia.

Y el terror se apoderó de todos los presentes. Muchas voces repetían á la vez: «¡Ha llegado el dia del juicio!» Otros cubríanse el rostro con las manos, imaginando que la tierra iba á ser sacudida desde sus cimientos, que las fieras del infierno iban á precipitarse fuera por entre aberturas abismales y arrojarse furentes sobre los pecadores.

Algunos clamaban: «¡Cristo, ten piedad de nosotros!

¡Redentor del hombre, ten misericordia de nosotros!» Otros confesaban sus culpas á voces, los de más allá se arrojaban en los brazos de sus amigos á fin de tener cerca de sí algún corazón compasivo en la hora de la prueba.