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QUO VADIS

regocijo al ser por fin espectador de una tragedia como la que estaba él escribiendo.

El versificador sentíase feliz, el histrión inspirado, extático el buscador de emociones ante aquel espectáculo horrendo, y deleitado su ánimo por la idea de que la misma destrucción de Troya era cosa baladí comparada con la ruína de aquella ciudad gigantesca.

¿Qué más podia ambicionar?

Allí estaba Roma la poderosa, la señora del mundo, envuelta en llamas y él de pie, erguido sobre los arcos del acueducto, con un áureo laud en las manos, vistiendo de púrpura, conspicuo, admirado, poético, magnifico.

A sus pies, y como envuelto en dantesca penumbra, el pueblo tumultuoso y murmurante....

¡Murmure en buena horal Pasarán los siglos, transcurrirán millares de años, pero la humanidad conservará el recuerdo y glorificará el nombre del poeta que en esa noche cantara la caída y el incendio de Troyal ¿Qué sería Homero á su lado ahora?

¿Qué el mismo Apolo, con su cóncavo laud?

Y aquí alzó los brazos y pulsando las cuerdas pronunció las palabras de Príamo: —Oh, la de mis padres, cuna querida!» Su voz al aire libre, en medio del horrisono estrépito de la conflagración y el distante rumor de las inquietas multitudes, parecía extraordinariamente débil, incierta y apagada y los sones del acompañamiento semejaban un leve zumbar de insectos.

Pero los senadores, dignatarios y augustanos reunidos sobre el acueducto manteníanse con las cabezas inclinadas y escuchando en medio de una especie de silencioso arrobamiento.

Largo rato cantó Nerón, en tono y sobre motivos más y más melancólicos.

A intervalos, cuando se detenía á tomar aliento, el coro