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QUO VADIS

de cantantes repetía el último verso; entonces Nerón dejaba caer de sus espaldas la syrma (1) trágica, con un gesto que le había enseñado Alituro, pulsaba de nuevo el laud, y seguía cantando.

Terminado que hubo la letra de la composición, empezó á improvisar, buscando comparaciones grandiosas en presencia del espectáculo que se desarrollaba á su vista, Y se demudó su semblante.

Mas no porque moviera sus afectos íntimos la ruina de la capital de su patria, sino porque lo patético de sus propias palabras le deleitaba y conmovía hasta el punto de que súbitamente brotaron lágrimas de sus ojos.

Por último dejó caer con estrépito el laud á sus pies y envolviéndose en la «syrma,» permaneció inmóvil, petrificado, como una de las estatuas de Niobe que adornaban el patio del Palatino.

Hubo un breve silencio, á poco interrumpido por una tempestad de aplausos, que á la distancia fueron contestados por los alaridos estruendosos de las multitudes.

Nadie abrigaba ya la menor duda acerca de que el César había decretado el incendio de la ciudad á fin de darse el inefable placer de aquel espectáculo y de consagrarle alli su mejor canto.

Nerón, al escuchar el inmenso alarido que partía de los labios de centenares de miles de individuos, volvióse á los augustanos con la triste y resignada sonrisa de un hombre que está siendo víctima de la injusticia, y dijo: —¡Ved cómo estiman los quirites á la Poesía y á mi personal —Perversos!—exclamó Vatinio.— Ordena, joh, señor!

¡que los pretorianos caigan sobre ellos!

Nerón volvióse entonces á Tigelino, y dijo: —¿Puedo contar con la fidelidad de los soldados?

—Si, divinidad, contestó el prefecto.

(1) Vestidura talar con cola, que usaban especialmente los actores trákicos.