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QUO VADIS

—Roma está ardiendo por mandato del César. En Ancio quejábase de no haber presenciado jamás un gran incendio. Y si no ha retrocedido ante un crimen de tal magnitud, piensa qué otras iniquidades no puede perpetrar.

¿Quién dice que no enviará tropas con la consigna de asesinar al pueblo? ¿Qué proscripciones no ordenará y qué hambres, matanzas y perturbaciones domésticas no vendrán después del incendio? Huid, pues, conmigo á ocultaros, y ocultemos también á Ligia. Esperaremos allí que pase la tempestad, y cuando haya cesado el peligro, podréis volver á esparcir de nuevo la simiente de vuestras enseñanzas.

Afuera, entre tanto, el la dirección del Campo Vaticano y como en confirmación de los temores del joven, se oyeron gritos distantes llenos de rabia y de terror.

En ese momento entró el cantero que vivía en la cabaña y cerrando precipitadamente la puerta, exclamó: —En las inmediaciones del Circo de Nerón están matándose. Los esclavos y los gladiadores han atacado á los ciudadanos.

—¿Lo habéis oído?—dijo Vinicio.

—Se ha llenado la medida,—replicó el Apóstol.—Y vendrán calamidades inmensas, como un océano sin límites.

Luego, volviéndose y señalando á Ligia, dijo: —Llévate á la doncella que Dios te ha predestinado y sávala. Lino, que está enfermo, y Ursus te acompañarán.

Pero Vinicio, que había llegado á amar al Apóstol con toda la fuerza de su alma impetuosa, exclamó: —Te juro, Maestro mío, que no te he de abandonar aquí á una destrucción cierta.

—Bendigate el Señor por tus deseos,—contestó Pedro.

—Pero ¿no has oido tú decir que Cristo me repitió po tres veces en el lago: «Apacienta mis ovejas?» Vinicio guardó silencio y Pedro agregó: