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QUO VADIS

¿Qué les importaba á la sazón la ciudad incendiada, con sus chimeneas en pie como sendos jalones denunciadores de la ruina de antiguas moradas; ni que las ráfagas de viento estuvieran esparciendo en todas direcciones las cenizas de la que había sido Roma?

Ellos eran felices pensando tan sólo en el amor que hacía de sus vidas un divino sueño.

Mas, antes de que terminara el himno, un esclavo, el jefe del atrium, penetró en el triclinio.

—Señor,—dijo con voz temblorosa por la alarma,—un centurión con un destacamento de pretorianos se halla delante de la puerta y, por orden del César, desea verte.

Suspendiéronse entonces el canto y los sones de los laudes. Y el temor se apoderó de los presentes; porque el César en sus comunicaciones con personas amigas, no acostumbraba servirse de los pretorianos y la presencia de éstos en época semejante, nada bueno podía augurar.

Petronio fué allí la única persona que no demostró la menor emoción; pero dijo, como un hombre á quien fastidian visitas importunas: —Bien podían dejarme comer en paz.

Y volviéndose al jefe del atrium agregó: —Que entre.

El esclavo desapareció detrás de la cortina y un momento después sintiéronse pesados pasos y se presentó Aper, centurión á quien Petronio conocía. Venía armado y traia en la cabeza un yelmo de hierro.

—Noble señor,—dijo; —te traigo una carta del César.

Petronio extendió perezosamente su blanca mano, tomó la tabla y echando una ojeada sobre ella, la pasó con tranquilo ademan á Eunice diciendo: —Esta noche se propone dar lectura á un nuevo libro de su Troyada y me invita á que le escuche.

—Sólo he recibido la orden de entregarte la carta,—dijo el centurión.

—Sí; no hay respuesta. Pero, centurión, bien podías