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QUO VADIS

¡Ahora, hijos míos, yo os bendigo, pues vais al martirio, á la muerte, á la eternidad!

Y todos reuniéronse en derredor suyo y lloraron.

—Estamos prontos,—dijeron;—mas tú, santo jefe, cabeza visible de nuestra doctrina, consérvate; pues eres el vicario de Cristo aquí en la tierra.

Y diciendo así cogieron la orla de su manto.

El posó las manos sobre sus cabezas, y los bendijo separadamente uno á uno, como lo haría un padre al despedir á hijos suyos que van á emprender un largo viaje.

E inmediatamente después empezaron á salir del sotechado, pues ahora tenían prisa por llegar á sus casas, y de allí á las cárceles y á las arenas.

Sus pensamientos alejábanse de la tierra, sus almas emprendian ya el vuelo hacia la eternidad, y seguían ahora su camino cual si se hallaran en una especie de sueño, alucinación ó éxtasis, y oponiendo todo cuanto había en ellos de fortaleza moral á la ferocidad de la «Bestia».

Acompañó al Apóstol, Nereo, sirviente de Prudencio, llevándole por un oculto sendero que conducía del viñedo á su casa.

Vinicio fué siguiéndoles á la clara luz de la luna, y cuando por fin llegaron á la cabaña de Nereo, se les acercó de súbito, echándose luego á los pies del Apóstol.

—¿Qué deseas, hijo mío?—preguntó Pedro al reconocerle.

Después de lo que había oído en el viñedo no se atrevia Vinicio á concretar en forma alguna los anhelos de su alma.

Limitóse, pues, á abrazar los pies de Pedro, y hundir en ellos su frente entre sollozos, haciendo así muda apelación á la piedad del Apóstol.

Este le dijo entonces: —Ya sé. Te han arrebatado la doncella á quien amas.

¡Ruega por ella!

Tomo II
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