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QUO VADIS

—Sí,—contestó Vinicio.

Tulio Senecio interrumpió aquel diálogo, inclinándose hacia ellos, y preguntando: —¿Sabéis si darán armas á los cristianos?

—Lo ignoramos,—contestó Petronio.

—Preferiría que se las dieran,—dijo Tulio.—De otra manera, la arena se convertirá demasiado pronto en un matadero. Pero, ¡qué espléndido anfiteatrol El espectáculo era en realidad magnifico.

Los asientos inferiores, completamente llenos de togas, blanqueaban como la nieve. En el dorado podium (1) se hallaba sentado el César, quien ostentaba un collar de diamantes y llevaba en la cabeza una corona de oro. Junto á él se encontraba la Augusta, hermosa y sombría; y en ambos lados velanse virgenes vestales, grandes funcionarios, senadores con togas bordadas, oficiales del ejército con sus armas relucientes; en una palabra: todo cuanto había en Roma de poderoso, de opulento y de brillante.

Las últimas filas de asientos se hallaban ocupadas por los caballeros; y en la parte alta veíase negrear un océano de cabezas, por sobre las cuales de una á otra columna pendían festones de rosas, lirios, hiedras y pámpanos.

La multitud conversaba en alta voz, se llamaban unos á otros, cantaban; por momentos reían de cualquier dicho ingenioso, el cual circulaba entonces de boca en boca, ó golpeaban impacientemente con los pies, á fin de que empezara cuanto antes el espectáculo.

Estos golpes hiciéronse por último atronadores y prosiguieron sin interrupción.

Entonces el prefecto de la ciudad, después de recorrer la arena con su brillante séquito, hizo con el pañuelo una señal, acogida por todo el anfiteatro con un A... a... a...!» en que prorrumpieron millares de voces.

De ordinario estos espectáculos principiaban con una (1) Puesto destinado en el teatro y los circos para los emperadores y cónsules; tribuna, palco.