Vinicio respiró.
Al entrar había deseado ver á Ligia; ahora daba gracias á Cristo por no haberla encontrado allí, viendo en ello una señal de la divina misericordia.
Entretanto el cantero le tomó nuevamente la toga, y dijo: —¿Recuerdas tú, señor, que te conduje á la viña de Cornelio, cuando el Apóstol predicó en el sotechado?
—Sí,—contestó Vinicio.—Yo le ví después, el día anterior al de mi arresto. Me bendijo y me aseguró que vendría al anfiteatro á dar su postrera bendición á las víctimas. Si yo pudiera verle en el momento extremo, y ver la señal de la cruz hecha por él, moriría con mayor tranquilidad. Señor: si tú sabes dónde se encuentra, dímelo.
Vinicio contestó en voz baja: —Se halla entre los compañeros de Petronio, disfrazado de esclavo. No sé en qué sitio se encuentra, pero en el Circo lo veré. Mírame tú cuando entres en la arena; yo entonces volveré el rostro hacia donde estén ellos; y tú le reconocerás fácilmente.
—Gracias, señor, y que la paz sea contigo.
—Tenga el Salvador piedad de tí.
—Amén.
Salió Vinicio entonces del cuniculum y volvió al anfiteatro, en donde ocupó un sitio cerca de Petronio y en medio de los demás angustianos.
—¿La encontraste allí?—preguntó el árbitro.
—No; la han dejado en la prisión.
—Pues bien, oye lo que se me ocurre; pero mientras tanto, mira tú en la dirección de Nigidia, por ejemplo, á fin de hacer creer que nos hallamos conversando acerca de su traje ó de su peinado. Tigelio y Chilo nos observan.
Escucha, pues. Conveniente sería que pusieran á Ligia en un ataúd por la noche y la sacaran de la prisión con los demás cadáveres; ¿adivinas el resto?