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QUO VADIS

Tullianum á fin de que no muriese alli de fiebre y escapara al anfiteatro que la aguardaba.

Y por esta mismá razón la vigilaban y custodiaban con más cuidado que á los demás presos.

Desde lo intimo de su alma lo sintió Petronio, por ella y por Vinicio.

Pero al mismo tiempo lastimábale profundamente la idea de que por primera vez en su vida no había alcanzado el éxito y por primera vez quedaba vencido en un combate.

—La fortuna parece abandonarme, se—dijo,—pero se equivocan los dioses si creen que yo he de aceptar una vida como la de él, por ejemplo.

Y volviéndoge á Vinicio, quien á la sazón estábale mirando fijamente le dijo: —¿Qué tienes? Parece que estuvieras calenturiento.

Vinicio le contestó con una voz extraña, quebrantada, tartamudeante, como la de un niño enfermo: —¡Pero... yo creo que El... me la podrá restituir!

Sobre la ciudad morían ya los últimos retumbos de la tempestad.

CAPÍTULO LVII

Tres días de lluvia—fenómeno extraordinario en Roma durante el verano—y de granizadas que cayeron contrariando el orden natural, no solamente de día sino también de noche, vinieron á interrumpir los espectáculos.

El pueblo empezaba á alarmarse.

Abrigábanse ya serios temores por la próxima vendimia, expuesta á perderse, á estar á las predicciones, y cuando una tarde un rayo fundió la broncinea estatua de Ceres en el Capitolio, se ordenó la ofrenda de sacrificios en el Templo de Júpiter Salvator.

Los sacerdotes de Ceres corrieron la voz de que la cólera de los dioses habíase vuelto sobre la ciudad, á causa de la demasiada lentitud empleada en el castigo de los cris-