Al cabo de pocos momentos, les fuéron, pues, abiertas las grandes puertas de hierro y entraron.
Encontróse Vinicio luego en un amplio sótano abovedado, del cual, pasaron á una serie de otros.
Unos cirios que daba muy poca luz, alumbraban el interior de cada uno de dichos sótanos, llenos, á la sazón, de gente.
Algunos de los presos yacían apegados á la muralla, entregados al sueño, muertos quizás. Otros veíanse al rededor de grandes vasijas llenas de agua que había en el centro, de las cuales, extraían ese líquido, y lo bebían con el ansia de los que se ven atormentados por la fiebre. Otros se hallaban sentados en el suelo, con los codos sobre las rodillas, y apoyadas las cabezas en las palmas de las manos. Y aquí y alli, niños durmiendo en el regazo de sus madres.
Por todas partes escuchábanse gemidos, respiraciones fatigosas ó aceleradas de enfermos, llantos, murmurio de plegarias, himnos á media voz y maldiciones de los guardianes.
En la prisión se aspiraba el aire viciado por la aglomeración de muchos individuos y por las exhalaciones de los cadáveres. Y en medio de su tétrica penumbra, distinguíase un enjambre de sombras obscuras. Más cerca, junto a las débiles luces oscilantes, advertíanse rostros pálidos, aterrorizados, hambrientos y cadavéricos, con ojos, ora apagados por el debilitamiento, ora brillantes por la fiebre, con labios amoratados, frentes por las cuales corría el sudor, y cabellos viscosos.
En los ángulos había enfermos que se quejaban á voces; algunos pedian agua, otros, que se les condujese pronto á la muerte.
Y sin embargo, aquella prisión era menos terrible que el antiguo Tullianum.
Doblábansele las rodillas á Vinicio en presencia de este espectáculo y sentía que le faltaba el aliento.