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QUO VADIS

y de tortura, que el fin de su vida se aproximaba, que todo iba desvaneciéndose ante sus ojos: el César, la corte, la multitud; y en derredor suyo solo había una especie de terrible abismo negro, sin fondo, sin cosa alguna visible en él, salvo aquellos ojos de un mártir que le estaban convocando á juicio.

Y Glauco, bajando la cabeza cada vez más, seguía con los ojos fijos en él.

Adivinaron los presentes que algo pasaba entre aquellos dos hombres.

La risa murió en sus labios, empero; porque en el semblante de Chilo había algo de horrendo: contrafalo tal pavor, y miedo tal, como si en aquellas lenguas de fuego estuviérase consumiendo su propio cuerpo.

De repente empezó á tambalearse, y extendiendo las manos hacia arriba, exclamó con voz terrible y penetrante: —Glauco! ¡En el nombre de Cristo, perdónamel Se hizo el silencio en derredor; un estremecimiento general se apoderó de los espectadores de aquella escena, y todos los ojos se alzaron involuntariamente hacia el mártir.

La cabeza de éste se movió entonces ligeramente, y desde lo alto del mástil oyóse una voz parecida á un gemido, que decía: —¡Perdono!

Chilo dió con el rostro en tierra y aulló como una bestia feroz; luego, cogiendo sendos puñados de polvo con las manos, los arrojó sobre su cabeza.

Entretanto las llamas llegaban hasta arriba, se apoderaban del pecho y del rostro de Glauco; desceñían la corona de mirto que orlaba su cabeza y abarcaban hasta las cintas que había en la cúspide del pilar, cual despidió ahora un fulgor intenso.

Chilo púsose de pié al cabo de algunos instantes, con el rostro transfigurado hasta el punto de parecer otro hom-