su rostro, porque los vástagos verdes al quemarse lo habían llenado de humo.
Empero, al cabo de algunos instantes, la ligera brisa de la noche disipó el humo y dejó en descubierto la cabeza de un hombre de barba entrecana que le caía sobre el pecho.
A su vista Chilo cayó al suelo y en él se ovilló y retorció como una culebra herida, y de su boca escapóse un grito que más que humano pareció un graznido horrendo: —¡Glauco! ¡Glauco!
En efecto, era Glauco el médico, quien al oirle bajó los ojos desde lo alto del mástil ardiente y le miró.
Glauco aún vivía.
En su rostro se hallaba pintado el dolor, y veíasele inclinado hacia adelante, cual si quisiera mirar de frente por ultima vez á su verdugo, al hombre que le había traicionado, que le había robado su esposa y sus hijos, entregádole á manos de asesinos, y que todavía, cuando todo esto habíale sido perdonado en nombre de Cristo, le había entregado á sus perseguidores.
Jamás persona alguna había podido inferir á otra más terribles ni más sangrientos agravios.
Y ahora la víctima ardía en aquel pilar embetunado y el verdugo hallábase á sus pies.
Los ojos de Glauco se fijaron en el rostro de Chilo y no le abandonaron desde entonces.
Por momentos les ocultaba el humo; pero cuando la brisa lo disipaba, Chilo volvía de nuevo á ver aquellos ojos fijos en él.
Levantóse y trató de huir, mas no tuvo fuerzas para ello.
Parecía que sus piernas fuesen ahora de plomo; diríase que una mano invisible le retenía al pie de aquel mástil con sobrehumana fuerza. Se hallaba como petrificado.
Sentía que algo se desbordaba en él y algo cedía ó desoparecía; sentía que sobre él pesaba una montaña de sangre