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QUO VADIS

El público, familiarizado ya con el espectáculo de la sangre y la tortura, sentíase fastidiado. Y empezaron á silbar, á prorrumpir en gritos poco halagadores para la Corte, y á pedir la escena del oso, única que ofrecía interés para ellos. A no haber sido por los obsequios en perspectiva y la esperanza de ver á Chilo, aquella representación no habría logrado retener å su auditorio.

Por último, llegó el momento anhelado.

Los sirvientes del Circo presentáronse en primer lugar con una cruz de madera, tan baja, que un oso, alzado sobre sus patas traseras pudiese alcanzar al pecho del mártir. Luego dos hombres trajeron, mejor dicho, arrastraron á Chilo, quien se hallaba imposibilitado para marchar, pues en la tortura le habían roto los huesos de las piernas.

Le echaron sobre la cruz y en ella le enclavaron con rapidez tal, que los curiosos augustianos ni siquiera tuvieron tiempo de mirarlo bien, y sólo cuando hubo quedado plantada la cruz en el sitio que se le había destinado, pudieron los ojos de todos volverse hacia la víctima.

Mas, rara fué la persona que reconoció en aquel hombre desnudo al antiguo Chilo. Después de las torturas que Tigelino había ordenado, parecía no haber quedado ni una gota de sangre en su rostro y solamente en su blanca barba se advertía una roja huella que había dejado aquella sangre después que le hubieron arrancado la lengua.

Al través de su piel transparente, casi veíansele los huesos. Ahora parecía también mucho más viejo, casi decrépito. Anteriormente sus ojos dirigían miradas siempre llenas de mala voluntad y desconfianza y en su rostro vigilante y receloso veíanse permanentemente reflejadas la incertidumbre y la alarma.

Pero ahora en ese mismo semblante no quedaba ya sino una expresión de dolor, pero tan suave y tranquila como la de los que duermen, ó la de los muertos.

Acaso le infundía confianza el recuerdo de aquel ladrón