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QUO VADIS

társele que en Roma hasta los más atroces criminales eran crucificados.

Pensaba con seguridad que le condenarían á morir destrozado por las bestias feroces; y este era su sólo pesar. Desde su niñez había vivido en bosques impenetrables, en medio de incesantes cazas, en las cuales, merced á sus fuerzas sobrehumanas se había hecho famoso entre los ligures, aún antes de llegar á la virilidad. Esa ocupación había llegado á ser tan agradable para él, que últimamente, durante su permanencia en Roma, obligado á vivir ageno á sus antiguas expediciones de caza, gustaba de ir á los vivares y á los anfiteatros y contemplar á las fieras conocidas y á las desconocidas para él. Y la vista de ellas despertaba siempre en su ánimo el deseo irresistible de luchar y de matar.

Así, pues, ahora, en el interior de su alma, le asaltaba el temor de que al encontrarlas en el anfiteatro pudiera verse tentado por pensamientos indignos de un cristiano, cuyo deber era morir piadosa y mansamente.

Pero en este trance, como en todos, entregábase él en manos de Cristo, y luego convenían otros pensamientos más agradables á confontarlo.

Habiendo oído decir que el «Cordero» había declarado la guerra á los poderes del infierno y á los espíritus malignos, con los cuales la fe cristiana relacionaba á todas las divinidades paganas, pensó que en esa guerra podría él servir en gran manera al Cordero», y servirle mejor que otros; porque no podía dejar de creer que su alma, como su cuerpo, fueran más fuertes que las almas de los otros mártires.

Finalmente, oraba por espacio de días enteros, prestaba sus servicios á los presos, ayudaba á los sobrestantes y consolada á su reina, quien se lamentaba en ocasiones de no haber podido en su corta vida realizar tantas buenas acciones como la renombrada Tabitha, de quien habíale hablado Pedro el Apóstol.