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QUO VADIS

ra de las puertas de la ciudad, hacia el Monte Vaticano, en donde debía sufrir el castigo de la cruz á que se le había sentenciado.

Los soldados hallábanse á la sazón atónitos al ver la multitud que se había reunido delante de la prisión, porque habían creído que la muerte de un hombre vulgar, que además era extranjero, no debería despertar tamaño interés; y no comprendían que ese séquito se componía, no de curiosos, sino de confesores de Cristo, anhelantes por escoltar al gran Apóstol hasta el sitio de la ejecución.

Por la tarde se abrieron por fin las puertas de la prisión y apareció Pedro en medio de un destacamento de pretorianos.

El sol había descendido ya hacia Ostia; y el día estaba tranquilo y diáfano.

A causa de su avanzada edad no se exigió á Pedro que cargara la cruz; se supuso que no podía llevarla á cuestas.

Tampoco habíanle puesto al cuello un dogal, á fin de no retardar su marcha.

Y había emprendido el camino del suplicio sin estorbo alguno, pudiendo por lo tanto ser visto perfectamente por los fieles que le acompañaban.

Por momentos, cuando su cana cabeza dejábase ver entre los férreos yelmos de los soldados, ofanse llantos entre la multitud; pero esos llantos cesaban inmediatamente, pues en el rostro del anciano había tal serenidad y tales irradiaciones de alegría, que todos comprendían que no era esa una víctima que marchaba á la destrucción, sino un triunfador que celebraba su victoria.

Y así era en realidad.

El pescador, de ordinario humilde y encorvado, marchaba ahora erguido, veiase más alto que los soldados y jamás había habido mayor majestad en su apostura. Parecía, más que un condenado á la última pena, un monarca seguido de su pueblo y de su ejército.