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QUO VADIS

bién habrían de manifestarse algunas señales evidentes, merced á las cuales la muerte del Apóstol se perpetuaría en la memoria de los hombres al través de los siglos.

Otros decíanse á sí mismos: —Quizá el Señor habrá de elegir la hora de la muerte de Pedro para bajar del cielo como lo prometió y empezar el juicio de los hombres.

Y al venir á su mente esta idea, se encomendaban á la misericordia del Redentor.

Pero todo en derredor seguía tranquilo.

Las colinas parecían estar reposando y calentándose al sol que les enviaba sus rayos.

La comitiva se detuvo por fin entre el Circo y el Monte Vaticano.

Algunos soldados empezaron á cavar un agujero, mientras otros colocaban en el suelo la cruz, los martillos y los clavos, esperando que se hallaran terminados los preparativos para el sacrificio.

Y la multitud, tranquila y recogida, empezó á arrodillarse en derredor de aquella escena.

El Apóstol, cuya cabeza á la sazón recibía la dorada luz de los rayos del sol, tornó por última vez los ojos hacia la ciudad.

A la distancia, hacia abajo, veíase el Tiber con sus aguas resplandecientes; más lejos divisábase el Campo de Marte; arriba, el Mausoleo de Augusto, y debajo de éste los gigantescos baños, cuya construcción acababa de ordenar el César; más abajo aún, el teatro de Pompeyo y en seguida de ellos divisábanse asimismo en parte—y en parte ocultábanlos otros edificios—el Septa Julia, y una multitud de pórticos, templos columnas y grandes edificios, y finalmente en lontananza, las colinas cubiertas de casas, centros gigantescos de población, cuyas extremidades se esfumaban en la niebla azul—y todo aquello, una morada inmensa de crimen y de poder, de orden á la vez que de locura—y que había llegado á ser al mismo tiempo la ca-