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QUO VADIS

becera del mundo, su opresor, su ley y su paz, la ciudad todopoderosa, invencible y eterna.

Pero el Apóstol, rodeado de soldados, contemplaba la ciudad como un rey y señor; contemplaba sus dominios.

Y la decía: —¡Tú estás ya redimida, y eres míal Y ninguno de los presentes, no sólo entre los soldados que estaban cavando el hoyo en que debían plantar la cruz, pero ni siquiera entre los creyentes allí agrupados, podía adivinar que de pie entre ellos se hallaba el verda dero señor de todo aquel movimiento, de toda aquella vida; que los Césares habrían de pasar, que habrían de terminar las irrupciones de los bárbaros y perderse los siglos en la noche del olvido, pero que aquel hombre seguirla por siempre siendo allí el señor.

El sol había empezado á hundirse por lado de Ostia, y su disco habíase agrandado tornándose rojo. Toda la parte occidental del firmamento presentaba ahora un resplandor inmenso. Y en esos instantes acercáronse los soldados á Pedro para azotarlo.

Y el Apóstol, que estaba orando á la sazón, irguióse de pronto y levantó su mano derecha.

Detuviéronse al punto los verdugos, cual si les intimidara su ademán; y los fieles contuvieron el aliento en sus pechos, creyendo que iba á hablar al pueblo, y se sucedió un solemne silencio.

Mas, Pedro, de pie en la altura, extendía su mano derecha, hizo la señal de la cruz, y bendijo en la hora de la muerte, Urbi et crbil (á la ciudad y al mundo).

En esa propia memorable tarde, otro destacamento de soldados condujo, á lo largo de la Vía Ostiense á Pablo de Tarso, hacia un lugar llamado Aqua Salvia.

Y detrás de él marchaba también una multitud de fieles que él había convertido. Y cuando entre ellos recono-