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QUO VADIS

naban & sus hogares, llevando al hombro sus herramientas de trabajo.

Los niños, que jugaban en el camino delante de las casas, miraban con curiosidad á los soldados que iban pasando.

Pero en esa tarde, en esa atmósfera transparente, en que los últimos destellos del sol daban reflejos áureos, no sólo reinaba una tranquilidad acariciante, sino que había en la naturaleza una especie de harmonía indecible, que parecía elevar á los humanos de la tierra al cielo.

Y Pablo sentía todo aquello, y su corazón hallábase inundado de placer ante la idea de que á esa harmonia universal, había venido él á agregar una nota que antes ns residiera en ella y sin la cual habría parecido el mundo simplemente un concierso de retiñidores címbalos ó de resonantes bronces.

Recordaba cómo había dictado al pueblo la ley del amor, cómo había inculcado á las multitudes que aun cuando hubieran de dar todos sus bienes á los pobres, aun cuando hubieran de ser doctos en todas las lenguas, aun cuando poseyeran todos los secretos y fuesen peritos en todas las ciencias, nada serían, en suma, sin el amor; sin el amor que es bueno, tolerante, que no retorna el mal, que no ambiciona honores, que todo lo soporta, que todo lo cree, que todo lo espera, que todo lo sufre con paciencia y mansedumbre.

Y así había transcurrido su vida: enseñando al pueblo la verdad.

Y ahora se decía en su interior: —¿Qué poder podría igualar á ese poder, qué fuerza podría vencerlo? ¿Podría el César ponerle límites, si bien tuviese doble número de legiones y doble número de ciudades, de mares, de tierras y de naciones?

Y marchaba hacia su galardón con paso de conquistador.

El destacamento de pretorianos abandonó por fin el ca-