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QUO VADIS

mino real y torció al oriente por un sendero estrecho que conducía al Aquæ Salvia.

A la sazón el sol ocultábase entre los brezos.

El centurión ordenó á sus soldados que hicieran alto en la fuente, pues había llegado ya el momento.

Pablo se colocó en el brazo el velo de Plautilla, á fin de vendarse luego con él los ojos.

Y por vez primera alzó esos ojos, llenos de una serenidad inefable, hacia la misteriosa luz de aquella tarde, y oró.

Sí, el momento había llegado; pero él veía ante sus ojos un amplio sendero, lleno de luz, que al cielo conducía; y desde lo intimo de su alma repitió las propias palabras que anteriormente había prescrito, presintiendo el término cercano de su misión ya cumplida, y su próximo fin.

— He librado una reñida batalla; he terminado mi carrera; he conservado la fe. De aquí en adelante sólo me resta aguardar el galardón de la divina justicia.»

CAPÍTULO LXXI

Roma había seguido por mucho tiempo en su desenfrenada locura, de manera que la ciudad señora del mundo parecía estar ya próxima á un total desquiciamiento por la anarquía y el desgobierno.

Aun antes de que hubiera sonado para los Apóstoles la hora postrera, verificóse la conspiración de Pisón, seguida por un tan despiadado segar de las más altas cabezas de Roma, que hasta los que veían en Nerón una divinidad, hubieron de preguntarse por fin si no era la suya una divinidad de muerte.

El duelo envolvía á la ciudad, el terror moraba en los hogares y en los corazones, aun cuando los pórticos seguían coronados de hiedra y de flores, porque no era permitido dar muestras de pesar por los muertos.

Las gentes, al despertar cada mañana, se preguntaban á quién habría de tocar en seguida el turno fatídico.