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QUO VADIS

—Eunice: ¿sabes tú que desde hace largo tiempo no eres esclava?

Ella alzó hacia Petronio sus serenos ojos, azules como el firmamento, y haciendo una señal negativa con la cabeza, contestó: —Yo soy tuya siempre.

—Pero acaso ignoras,—continuó Petronio,—que esos esclavos que aquí entretejen guirnaldas y coronas, y todo lo que existe en la casa, con sus campos y sus rebaños, te pertenecerán de hoy en adelante.

Eunice al oir esto, apartóse de él con un ademán rápido y preguntó con voz llena de súbita alarma: —¿Por qué me dices esto?

Luego se le acercó nuevamente, le miró y entrecerró los ojos con una indefinible expresión de asombro. Después de algunos instantes púsosele el rostro pálido como un lienzo.

El entretanto sonrió, y agregó solamente dos palabras: —Así es!

Y sucedióse un momento de silencío, durante el cual dólo se escuchó el roce de las hojas de la haya, por leve brisa agitadas.

Petronio, al ver ahora á la joven, habría pensado que delante de él se hallaba una estátua de mármol blanco.

—Eunice,—la dijo;—deseo morir en calma.

Y la tierna amante, mirándole con una sonrisa que partía el corazón, le dijo en voz baja: —Ya te escucho.

En la noche los augustianos, que habían asistido anteriormente á fiestas dadas por Petronio y sabían que, comparadas con ellas aun los banquetes del César eran cansados y bárbaros, empezaron á llegar en gran número.

Y a nadie ocurriósele entonces que aquel debía de ser el último «symposium» (convite).

Muchos sabian, ciertamente, que á la sazón rodeaban al exquisito árbitro las nubes de la cólera del César; más, ocu-