cara y bajo su mandíbula inferior pendía una doble barba, merced á la cual su boca, siempre demasiado cercana á la nariz, parecía tocar ahora sus ventanillas. Como de ordinario, traia protegido el abultado cuello por un pañuelo de seda, que ajustaba de momento en momento con una mano blanca y gorda, cubierta de vello rojo, el cual diríase que formaba unas como manchas de color de sangre. Y no permitía que los depiladores le extirparan este vello, pues habíanle dicho que, de hacerlo, volveríanse temblorosos los dedos y esto perjudicaría á su agilidad para tocar el laúd.
Y una vanidad inconmensurable retratábase á la sazón, como de costumbre, en su semblante y con ella un aire de aburrimiento y contrariedad ó dolor. En conjunto aquel rostro era á la vez terrible y vulgar. Mientras avanzaba, iba volviendo la cabeza de un lado á otro, entrecerrando los ojos por instantes y prestando atento oído á las manifestaciones con que le acogía la multitud. Esta prorrumpió á su vista en una tempestad de aplausos.
— ¡Salve, divino César! — exclamaban.—¡Salve, conquistador! ¡Salve, incomparable! Hijo de Apolo, Apolo mismo!
Al escuchar esas exclamaciones sonreía; más por momentos diríase que velaba una nube su semblante, porque la plebe romana era satírica y mordaz en sus manifestaciones y se daban casos en que había llegado hasta hacer blanco de sus punzantes críticas aun á los grandes triunfadores y á hombres á quienes amaba y respetaba.
Era sabido que una vez había gritado cuando entraba Julio César en Roma: «¡Ciudadanos, ocultad vuestras esposas: viene el viejo libertino!» Pero, dada la monstruosa vanidad de Nerón, era para él insoportable la menor increpación ó crítica; y entretanto, en medio de aquella multitud y mezclados con las aclamaciones, solían escucharse gritos como estos: «¡Enobarbo, Enobarbo! ¿Dónde has puesto tu llameante barba? ¿Temes acaso pegar con ella fuego á Roma?
