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QUO VADIS

sirvientes, hombres, mujeres y niños; y por último el César mismo, cuya aproximación fué saludada desde lejos por los gritos de millares de individuos.

Entre la enorme concurrencia se hallaba el Apóstol Pedro, quien había deseado ver al César siquiera una vez en su vida. Le acompañaba Ligia con el rostro oculto tras un espeso velo, y Ursus, cuyas fuerzas constituían para la joven la más segura defensa en medio de aquella heterogé nea y turbulenta multitud.

El ligur había cogido en sus manos una de las piedras destinadas á la construcción del templo de la hija de Saturno y colocádola cerca del Apóstol, á fin de que subiendo éste sobre ella pudiese presenciar el acto con más comodidad que los demás.

Entre la multitud dejóse oir un sordo murmullo, al hacerla Ursus á un lado, hendiéndola como un buque las ondas que surca; pero cuando le vieron traer la piedra, que no podían levantar cuatro de los hombres más fornidos, aquel murmullo fué de admiración y en derredor suyo se escucharon ahora gritos de «Mactel» (¡Bien! Muy bien!) Entretanto, el César hallábase á la vista.

Venia sentado en un carro que tiraban seis hermosos caballos de Idumea, blancos, con herraduras de oro. El carro afectaba la forma de una tienda, abierta expresamente á los costados, á fin de que las multitudes pudieran ver al César. Y por lo espacioso, bien pudieran haber cabido en aquel vehículo muchas personas; pero Nerón, anhelante porque la pública atención se concentrara en él exclusivamente, cruzó por la ciudad solo, llevando á sus pies, como acompañantes únicos, á dos enanos deformes.

Vestía una túnica blanca y una toga de color de amatista, la cual daba tintes azulados á su rostro. Sobre su cabeza lucía una corona de laurel.

Desde su partida de Nápoles su cuerpo había aumentado notablemente en volúmen. Habíasele ensanchado la