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QUO VADIS

minado aún á su expedición á la Judea, de la cual volviera á recibir la corona de César, y á sus hijos, y al joven Nerva, y á Lucano, y á Anio Galo, y á Quincio, y á una multitud de mujeres renombradas por su riqueza, su hermosura, su lujo y sus vicios.

Los ojos de la multitud pasaban incesantemente de los arneses á los carros, á los caballos y á las extrañas libreas de los sirvientes, oriundos de todas las regiones de la tierra.

En aquella procesión de orgullo y de grandeza, difícil era saber dónde posar la vista, y no tan solamente la vista, sino el espíritu sentíase deslumbrado por el brillo del oro, de la púrpura, de la violeta, por los destellos de las piedras preciosas y el lustre del brocado, de las perlas y del marfil. Parecía que hasta los propios rayos del sol se desvanecían en aquel desborde abismador de incomparable refulgencia.

Y aún cuando en medio de esa inmensa multitud no hacían falta los deseredados de todas las riquezas y de todos los goces, aunque había infelices de estómagoa hundidos y de ojos anublados por el hambre, ese espectáculo no sólo despertaba en ellos la envidia y el ansia de disfrutar de todo aquello de que carecían, sino que á la vez les llenaba de satisfacción y de orgullo, porque daba una idea del poder de Roma invencible, de Roma, de quien el mundo era tributario y ante quien se inclinaba el mundo.

Y á la verdad, no había entonces en la tierra quien se aventurase á pensar que ese poder no hubiera de perdu rar al través de las edades y de sobrevivir á todas las naciones, ó que pudiera existir potestad alguna capaz de oponérsele.

Vinicio, que venía entre los últimos del séquito impe rial, saltó de su carro á la vista del Apóstol y de Ligia, vista inesperada para él, y saludándolos con el rostro ra diante de placer, así habló con el acento apresurado de quien no dispone de su tiempo: