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QUO VADIS

teramente en el radio de la luz, parecía irradiar luz ella misma.

Se advertía en aquel pálido rostro, en los labios entreabiertos y en las manos y ojos vueltos hacia arriba, una intensa y sobrehumana exaltación. Solo entonces vino á las mientes de Actea el motivo por qué Ligia no podría convertirse en concubina de hombre alguno. Ante los ojos de la antigua favorita del César, pareció como si se descorriera, por decirlo así, una punta de aquel velo que ocultaba un mundo del todo ajeno al que había conocido hasta entonces. Presenciaba atónita la plegaria pronunciada en aquella mansión de infamia y de crimen. Un momento antes habíale parecido que no habría salvación para Ligia; ahora empezaba á creer que bien pudiera sobrevenir algo de extraordinario, que algún auxilio habría de venir, auxilio tan poderoso que mismo César verfase incapaz de resistirlo; que algún ejército alado bajaría del cielo en socorro de aquella virgen, ó que el sol estendería sus rayos bajo sus pies, atrayéndola á su centro. Había oído hablar de muchos milagros entre los cristianos y empezaba á creer ahora que todo cuanto de ellos se decía, bien pudiera ser cierto, puesto que Ligia oraba, y oraba con tanto fervor.

La joven se levantó por fin, pintada sobre su rostro la serenidad de la esperanza. Ursus levantóse también y permaneciendo próximo al banco, miró á su ama, en demanda de sus órdenes.

Pero se hizo la noche en sus ojos, y después de algunos momentos rodaron lentamente de ellos dos gruesas lágrimas.

—Bendiga Dios á Pomponia y á Plaucio,—dijo.—No me está permitido llevar la ruina á su hogar; por consiguiente, nunca más volveré á verlos.

En seguida, dirigiéndose á Ursus le dijo que sólo con él contaba en el mundo; que debía ser para ella como un peotector y un padre. No podían ya buscar refugio en la