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QUO VADIS

triclinio, ahogar á Vinicio, y, si necesario fuere, al mismo Cesar; pero temía sacrificar con ello á su ama, y no estaba seguro de que semejante acto, que á él parecíale muy sencillo, pudiera ser propio de un confesor del Cordero Crucificado.

Pero Actea, que seguía confortando á Ligia con sus caricias, le preguntó: —¿Tan odioso te es Vinicio?

—No,—dijo Ligia;—no me es permitido odiar, porque soy cristiana.

—Lo sé, Ligia. Sé también, por las cartas de Pablo de Tarso, que no es permitido perder la virtud, ni temer más á la muerte que al pecado; pero deseo me digas si tu doctrina permite que una persona cause la muerte á otras.

—No.

—Entonces, ¿cómo puedes tú querer que la venganza del César caiga sobre la casa de Aulio?

Siguióse un momento de silencio. De nuevo abríase ante Ligia un abismo sin fondo.

—Pregunto esto,—continuó la joven liberta,—porqne me inspiras compasión, así como me le inspiran la buena Pomponia, y Aulio, y el hijo de ambos. Desde hace mucho tiempo he vivido en esta casa, y sé perfectamente lo que es la cólera del César. ¡No! Tú no estás en libertad para huir de aquí. Sólo un medio te resta: implora de Vinicio que te vuelva á la casa de Pomponia.

Pero Ligia cayó de rodiilas y se puso á implorar á otro Sér. Un instante después, Ursus postróse también de hinojos, y ambos empezaron á dirigir sus plegarias al cielo en la casa del César y al primer albor de la mañana.

Actea presenciaba aquella plegaria por primera vez y no podía apartar sus ojos de Ligia, quien vista por ella de perfil, con las manos alzadas y el rostro vuelto al firmamento, parecía implorar la protección de lo alto. La aurora, al enviar sus rayos sobre sus cabellos negros y su blanco peplo, iba á reflejarse en sus ojos hermosísimos. En-