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QUO VADIS

ñana; y ahora, merced á una subitánea evolución de su espíritu, encontraba que esa existencia era, además, des honrosa.

Un caos cada vez más insondable ofuscaba su cabeza.

De nuevo una puerta, la puerta de la luz, se abría y cerra ba á intervalos ante su vista interior. Pero en el momento de abrirse, parecíale que esa luz, al dar sobre ella de lleno, la deslumbraba hasta el punto de serle imposible ver nada con claridad. Adivinaba, tan solo, que en aquel foco existía cierta clase de felicidad, de felicidad, sin medida, en presencia de la cual toda otra carecia de significación, hasta el punto de que si el César, por ejemplo, hubiera de abandonar á Popea, y volver de nuevo al amor de ella, de Actea, esto no importaria sino la satisfacción de una simple vanidad. De súbito sobrevino asimismo á su imaginación la idea de que el César, á quien amaba y á quien tenía involuntariamente por una especie de semidios, era tan digno de compasión como cualquier esclavo, y que ese palacio, con sus columnas de mármol de Numidia, valía tanto como un hacinamiento cualquiera de piedras.

Y por último, todas esas ideas y sentimientos que se atropellaban en su cerebro y que era ella incapaz de traducir, empezaban á atormentarla. Quiso dormir y no pudo; y alarmala y la zozobra torturaban su espíritu.

Y creyendo que Ligia, á quien amenazaban tantos peligros é incertidumbres, tampoco hubiera podido conciliar el sueño, volvióse hacia ella con el ánimo de hablarla de su próxima fuga.

Pero Ligia dormía á la sazón plácidamente. Hasta el interior del obscuro cubiculum y al través de la cortina que no había sido corrida por completo, llegaban unos rayos de sol dentro de cuyo radio se agitaba una como titilante faja de átomos de polvo de oro. A la luz de esos rayos contempló Actea el delicado rostro de Ligia, que descansaba graciosamente sobre su brazo desnudo, entornados los ojos y ligeramente enireabiertos los labios. Su respiración