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QUO VADIS

cesaria para el rescate de su hijo, en la esperanza de que Vinicio, el gran señor, me devolviese doblada esa suma.

—Chilo,—interrumpió Petronio, —en tu narración la mentira flota sobre la superficie de la verdad como el aceite sobre la superficie del agua. Tú nos has traído noticias de importancia, no puedo negarlo. Aún más, llego hasta convenir en que se ha dado un gran paso en el rumbo que conduce al descubrimiento del paradero de Ligia; pero no vengas á mezclar con falsedades tus noticias. ¿Cómo se llama ese viejo por quien has sabido que los cristianos se reconocen entre si valiéndose de un pescado como signo?

—Euricio. ¡Un pobre hombre, un desgraciado! Me hizo recordar á Glauco, aquel á quien defendí de los asesinos, y me compadecí de él, principalmente por esa semejanza.

—Creo que, en efecto, has visto á ese hombre y podrás servirte de tus relaciones con él, pero no le has dado ningún dinero. No le has entregado ni siquiera un as, ¿me entiendes? Nada absolutamente le has dado.

—Pero le ayudé á subir el cubo con agua y le hablé de su hijo con la más cordial simpatía. Sí, señor, ¿qué puede sustraerse á la penetración de Petronio? Pues bien, yo no le he dado dinero, mejor dicho, sí se lo he dado, pero en espíritu, en intención, lo cual, si hubiera sido él un verdadero filósofo, debería haberle bastado. Se lo di, porque comprendi que semejante acto era indispensable y útil; porque piensa, señor, cómo con ese acto me he ganado desde el momento mismo la voluntad de todos los cristianos, me he franqueado el acceso á ellos y he conseguido su confianza.

—Cierto es,—dijo Petronio,—y era tu deber hacerlo así.

—Cabalmente por esta razón he venido á procurarme los medios para ello.

Petronio se volvió hacia Vinicio: