—¿Qué puedo yo decirte, Marco mío? Conozco á Aulo Plaucio, el cual, aún cuando vitupera mi sistema de vida, me es en cierto modo adicto, y acaso hasta me respeta quizás más que á otros, porque sabe que nunca he sido delator, como Domicio Africano, y toda esa canalla de los intimos de Enobarbo. Sin abrigar la pretensión de ser un estoico, más de una vez me han sublevado ciertos actos de Nerón, que Séneca y Burro miraban cubriéndose los ojos con las manos abiertas. Si tú crees que algo puedo hacer en tu favor cerca de Aulio, estoy á tus órdenes.
—Creo que sí puedes. Tienes influencia sobre él; y además, tu ingenio te ofrece inagotables recursos. ¡Si tú quisieras hacerte cargo de la situación y hablar á Plaucio!
—Tienes una idea exagerada de mi influencia y de mi ingenio; pero si no deseas más que eso, hablaré á Plaucio inmediatamente que él y los suyos hayan regresado á la ciudad.
—Regresaron hace dos días.
—En tal caso, vamos al Triclinium (triclinio)[1], en donde nos aguarda la comida, y cuando hayamos reparado nusstras fuerzas, daremos orden para que nos conduzcan á casa de Plaucio.
—Tú has sido siempre bueno para conmigo,—contestó Vinicio con efusión, y ahora voy á ordenar que coloquen tu estatua entre mis lares[2]—una tan hermosa como ésta—y colocaré ofrendas ante ella.
Y esto decía vuelto el semblante á las estatuas que ornamentaban todo un costado de aquella perfumada cámara y señalando una en que veíase á Petronio representando á Mercurio con el caduceo en la mano; luego exclamó:
—¡Por la luz de Helios! (el sol) Si el «divino» Alejandro se pareciese á ti, comprendería yo á Helena!