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QUO VADIS

Y en esta exclamación había á la vez tanta sinceridad como lisonja, porque Petronio, si bien de más edad y de formas menos atléticas, era más hermoso que el propio Vinicio. Las mujeres de Roma admiraban, no tan solo su flexible ingenio y su buen gusto,—que le habían conquistado el título de arbiter elegantiæ,—sino también su cuerpo. Esta admiración traslucíase evidentemente en aquellos instantes hasta en los rostros de las doncellas de Cos que á la sazón se ocupaban en arreglar artísticamente los pliegues de su toga; una de las cuales, cuyo nombre era Eunice, que le amaba en silencio, tenía ahora fijos en él los ojo con expresión de sumiso arrobamiento. Pero Petronio ni siquiera reparó en ello; y sonriendo á Vinício, por única respuesta recordó la expresión de Séneca referente á las mujeres: Animal impudens, etc..

Y en seguida, poniendo familiarmente una mano sobre el hombro de su sobrino, lo condujo al triclinio.

En el uncturio, las dos jóvenes griegas, las frigias y las etiopes, se quedaron arreglando los utensilios del tocador. Pero en el mismo momento, bajo la cortina levantada por el frigidario, aparecieron las cabezas de los bañeros y se oyó un ligero «pst». A este llamamiento, una de las griegas, las frigias y las etiopes desaparecieron: aquel era el momento en que empezaban en las termas las escenas de juego y disipación, á las cuales no se oponía jamás el inspector, pues gustaba también de echar una cana al aire. Petronio se recelaba lo que ocurría, pero en su cualidad de hombre indulgente, hacia la vista gorda.

En el unctuorio quedaba solamente Eunicia. Durante un momento, con la cabeza inclinada, oyó las risas que se alejaban; luego tomó el taburete de ambar y marfil en que Petronio había estado sentado y lo colocó delante de la estatua de éste.

De pie sobre el banquillo, echó los brazos al cuello de la estatua; sus cabellos rodaron hasta su cintura en olea-