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QUO VADIS

que Aulio Plaucio, fiel observante de los antiguos usos, presentaba ofrendas á las divinidades familiares.

—La hora ha llegado,—decíale Pomponia. —En un tiempo Virginio había atravesado el pecho de su propia hija para salvarla de caer en manos de Apio; y antes que ella, Lucrecia había redimido su vergüenza al precio de su vida. La casa del César—agregó—es un antro de infamia, depravación y crimen. Pero tú y yo, Ligia mía, sabemos por qué no tenemos el derecho de levantar la mano sobre nosotros y disponer de nuestras vidas. ¡Sil La ley que á ambas nos gobierna es otra, es más grandiosa, más santa, pues autoriza para defendernos del pecado y de la verguenza, aun cuando tal defensa debiéramos pagarla con la vida y el martirio. Así, quien quiera que de este modo sale pura de la morada de corrupción, se conquista por ello mayores méritos. La tierra es esa morada; pero por fortuna la vida sólo puede compararse á un parpadeo fugaz; la resurrección es la que tiene su punto de arranque en la tumba; más allá de ella, no es Nerón, sino la Misericordia quien reina; y allí, en vez de dolores hay delicias; en vez de lágrimas, goces.

En seguida empezó á hablar de sí misma. ¡Sí! Estaba tranquila, pero en su corazón sangrabn dolorosas heridas.

Por ejemplo, Aulio era para ella como una catarata en un ojo: la fuente de la luz no había inundado aún el alma de su esposo. Ni siquiera estábale permitido, á ella, inculcar á su hijo los principios de la verdad. Por consiguiente, cuando pensaba en que aquello hubiera de continuar así hasta el fin de sus días, y en que para ambos bien podría soboevenir entonces la hora de la eterna separación espiritual. cien veces más dolorosa y terrible que la separación temporal que á la sazón rufrían, no alcanzaba á comprender cómo podría llegar, sin los seres más queridos, á disfrutar felicidad, aun en el cielo. Y ya muchas noches había llorado al solo pensar en esto, muchas noches había pasado en oración é implorando gracia y misericordia.