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ESQUEMA SEXUAL 131

y demonio, ya que é1 es causa de los mayores placeres y de las torturas más grandes que conoce la especie humana.

Los primeros padres de la iglesia sostienen que el sexo es incompatible con la religión. Dicen que Jesús, si bien hijo de mujer, fué engendrado por un ave. No hacen sino resucitar las antiguas leyendas de muchas tribus, en las cuales se creía que varios dioses nacieron de aves.

Aparecen entonces las raíces de la ética sexual de occidente, que no son sino vestigios de “fanáticos anhelos de mentes en delirio.”

La emoción religiosa tiene después los caracteres de una sublimación de origen sexual. Si el fenómeno sublimatorio no se verifica en su pureza, aparecen, como sustitutivos los extra- víos sexuales, sobre todo el masoquismo que es la perversión cristiana por excelencia y que ocultándose bajo el disfraz de la penitencia, tiene caracteres de virtud.

En el fondo, la sublimación sexual que en el cristianismo aparece, no es sino resto inconsciente-colectivo de la primitiva intimidad del sexo y la religión. Pero el enlace se ha inver- tido: en lugar de ser culto al sexo. es lucha contra él. Sucede entonces la derrota. El sexo oprimido crea neurosis y extra- víos, ya que el hombre no es amo, sino servidor de la natura- leza. La ferocidad de la sexofobia cristiana, es fruto del deseo insatisfecho. ¡Qué profundamente humano es atacar con vio- lencia aquéllo que más se desea y se ama! “La condenación del sexo, que llena la literatura cristiana, es la protesta de la se- xualidad exasperada, ansiosa de lo mismo que a sí propia se niega y que secretamente ambiciona.”

Dice San Jerónimo: —“'¡Cuántas veces, cuando vivía yo en el desierto, calcinado por el ardiente sol, me imaginaba a mí mismo entre las delicias de Roma! Buscaba la soledad, porque estaba lleno de amargura... Yo, que por miedo al infierno, me había condenado a esa prisión donde los escorpiones y fieras eran toda mi compañía, me imaginaba a mí mismo entre los brazos de las bellas mozas. Tenía lívido el rostro y flaco el cuerpo del ayuno, pero mi fantasía se abrasaba con las ansias del deseo y las llamas de la concupiscencia me consumían las carnes, que eran ya como las de un cadáver. No me avergilen- po de confesar mi propia miseria.”

¡Pobre Jerónimo! Un placer solitario debió ser el doloroso