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Ricardo Palma

copiare lo que sobre el particular escribe el erudito Sr. de Mendiburu en su Diccionario Histórico: «Al emprender su viaje & Puno el conde de Lemos, encomendó el gobierno del reino á doña Ana, su mujer, quien lo ejerció durante su ausencia, resolviendo todos los asuntos, sin que nadlic hiciese la menor observación, principiando por la Audiencia, que reconocia su autoridad. Tenemos en nuestro poder un despacho de la virreina, nombrando un empleado del tribunal de cuentas, y está encabezado como sigue: «D. Pedro Fernández de Castro y Andrade, conde de Lemos, y doña Ana de Borja, su mujer, condesa de Lemos, en virtud de la facultad que tiene para el gobierno de estos reinos, atendiendo á lo que representa el tribunal, he venido en nombrar y nombro de muy buena gana, etc., etc.» Otro comprobante. En la colección de Documentos históricos de Odriozola, se encuentra una provisión de la virreina, disponiendo aprestos marítimos contra los piratas.

Era doña Ana, en su época de mando, dama de ventiséis años, de gallardo cuerpo, aunque de rostro poco agraciado. Vestía con esplendidez y nunca se la vió en público sino cubierta de brillantes. De su carácter dicen que era en extremo soberbio y dominador y que vivía muy infatuada con su abolorio y pergaminos.

¡Si sería chichirinadla la vanidad de quien, como ella, contaba entre los santos de la corte celestial nada menos que a su abuelo Francisco de Borja!

Las picarescas limeñas, que tanto quisieron á doña Teresa de Castro, la mujer del virrey D. García, no vieron nunca de buen ojo á la condesa de Lemos y la bautizaron con el apodo de la Patona, Presumo que la virreina sería mujer de mucha base.

Entrando ahora en la tradición, cuéntase de la tal doña Ana algo que no se le habría ocurrido al ingenio del más bregado gobernante, y que prueba, en substancia, cuán grande es la astucia femenina y que, cuando la mujer se mete en política ó en cosas de hombre, sabe dejar bien puesto su pabellón.

Entre los pasajeros que en 1668 trajo al Callao el galcón de Cádiz, vino un fraile portugués de la orden de San Jerónimo. Llamábase el padro Núñez. Era su paternidad un hombrecito regordete, ancho do espaldas, barrigudo, cuellicorto, de ojos abotargados y de nariz roma y rubicunda.

Imagínate, lector, un candidato para una apoplejía fulminante y tendrás cabal retrato del jeronimita.

Apenas llegado éste á Lima, recibió la virreina un anónimo en que la denunciaban que el fraile no era tal fraile, sino espía ó comisionado secreto de Portugal, quien, para el mejor logro de alguna maquinación política, se presentaba disfrazado con el santo hábito.