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Yertos los brazos, flojas las rodillas.
Era joven y hermoso, y su cabeza
De dorados cabellos, apacible,
Sobre el hombro inclinando se dormía,
Y con sonrisa cándida, sin duelo,
Sin penas, sin orgullo, semejaba
Gozarse en el oprobio y en la muerte.
No era aquel, en verdad, tan sólo un hombre,
Pues de su cabellera y de sus formas
Irradiaban fulgores por los aires,
Con colores de ópalo bañando
El cadáver, tan gélido y tan mudo;
Y yo lo contemplaba, porque nunca
Otro igual, de los reyes en sus tronos,
Ó de los Dioses, en sus templos viera.
— ¡Jesús! el Abad dijo — levantando
Las enlazadas manos — pura fuente
De gracias infinitas, de Dios Verbo,
Sol de verdad del místico seguro,
Y verdadero Redentor sublime,
Que apuraste la hiel y con la sangre
De tus santas heridas, el pecado
Primero de los hombres redimiste!
Era ¡oh Cristo! ¡tu cuerpo! ¡eran tus llagas!
Tu cuerpo era, Jesús, el suspendido