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escuché que mi madre tenía ciertos rasgos de pedigrí hasta el punto de que muchos se preguntaban cómo había llegado a esa situación. ¿Sobre mi padre? La verdad es que no tengo mucho que decir, pues, desde que vine a este sucio mundo santiaguino, nunca lo conocí. Probablemente, era de esos machos alfa que abundan en el país; de esos que tienen una filosofía muy clara sobre la paternidad: preñar y desaparecer. A él le debo una horrorosa mancha de nacimiento sobre mi muslo; horrible, pues todo el mundo me decía “feo” al solo verla. Esa es su herencia.

Ciertamente, mi vida, desde un principio, no auguró el acceso a los mayores manjares de esta ciudad. Por el contrario, desde muy cachorro debí arreglármelas solo si es que quería comer y sobrevivir o, simplemente, no morir en una esquina de la capital. ¿Por qué ese afán mío de seguir viviendo? Una pregunta que insistía en hacerme durante mis recorridos por Avenida la Paz, por Estación Mapocho, por el Puente Cal y Canto. Lugares graciosos, tanto como mi querida Providencia. Graciosos, porque allí uno descubre lo raro que son ustedes: Avenida la Paz, nada tranquila; la Estación Mapocho, no era una estación; el Puente Cal y Canto, no era un puente. Y luego nos dicen a nosotros irracionales.

En fin, te ladraba acerca de cómo debí arreglármelas desde muy pequeño. Recuerdo vívidamente cómo durante un tiempo mi único consuelo fue saber que no era el único en tamaña empresa, pues mis hermanos también debieron solucionar ese dilema que nadie que respire, camine o folle puede omitir: el comer. Sinceramente, no éramos para nada apegados. ¿Cómo serlo? Si el beber juntos la leche de mamá ya era una muestra de lo que el futuro nos deparaba: lejanía y ausencia; y mucha pelea. En efecto, al poco tiempo nos distanciamos hasta el punto de que solo esporádicamente sabíamos algo de cada uno.

¿Por qué el Creador nos puso aquí? ¿Existe tal Creador? Filosofaba, me interrogaba a veces a las afueras de la Catedral Metropolitana, durante uno de mis habituales y solitarios recorridos de “callejero” por la Plaza de Armas; ello, mientras veía a mucha gente entrar y salir, pegarse en el pecho y llorar, sacar fotos y reír, siempre haciendo caso omiso de mi presencia, por más sediento que estuviera. Sin embargo, pese al que le pese, viví. Lo que ya es mucho decir, ya que meses más tarde un perro viejo me gruñiría acerca de tres perritos que habían muerto cerca del metro: a uno lo envenenaron; al otro, lo atropellaron; al tercero, y por este sentí a un más dolor, lo apalearon por ser atrapado in fraganti con una hogaza de pan. Antes de eso, yo pensaba que ustedes juzgaban a sus ladrones; lo que no sabía era que robar comida implicaba “muerte”. Gruñí, pero decidí no quejarme, pues, según un desaliñado predicador, Dios les había dado la potestad sobre nosotros: “Llenad la tierra y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra”. Nada que hacer. Eso explicaba todo. ¡Ese Dios se equivoca!