Peñas arriba/Capítulo II

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Capítulo II

Y acometí la empresa en la fecha convenida, un día de los últimos de octubre, frío y nebuloso en las alturas de la romana «Juliobriga». En la clásica villa inmediata, termino de mi jornada primera, y única posible en ferrocarril, hice un alto de media hora escasa: lo puramente indispensable para desentumecer los miembros y confortar el estómago; porque no había tiempo que perder, según dictamen del espolique que me aguardaba en aquel punto desde la víspera con dos caballejos de la tierra, espelurciados y chaparretes, uno para conducirme a mí y otro para cargar con mis equipajes.

Puestos en marcha todos, bien corrida ya la media mañana, delante el espolique llevando del ramal la cabalgadura que apenas se veía debajo de la balumba de mis maletas y envoltorios, sin salir del casco de la villa atravesamos por un puente viejo el Ebro recién nacido; y a bien corto trecho de allí y después de bajar un breve recuesto, que era por aquel lado como el suburbio de la población que dejábamos a la espalda, vímonos en campo libre, si libre puede llamarse lo que está circuido de barreras. De las cumbres de las más elevadas se desprendían jirones de la niebla que las envolvía, y remedaban húmedos vellones puestos a secar en las puntas de las rocas y sobre la espesura de aquellas seculares y casi inaccesibles arboledas, con el aire serrano que soplaba sin cesar, y tan fresco, que me obligaba a levantar hasta las orejas el cuello de mi recio impermeable.

Siguiendo nuestro camino encarados al Oeste, llevábamos continuamente a la izquierda, aguas arriba, el cauce del río, con sus frescas y verdes orillas y rozagantes bóvedas y doseles de mimbreras, alisos y zarzamora, y topábamos de tarde en cuando con un pueblecillo que, aunque no muy alegre de color, animaba un poco la monotonía del paisaje.

A la vera del último de los de esta serie de ellos, en el centro de un reducido anfiteatro de cerros pelados en sus cimas, se veían surgir reborbollando los copiosos manantiales del famoso río que, después de formar breve remanso como para orientarse en el terreno y adquirir alientos entre los taludes de su propia cuna, escapa de allí, a todo correr, a escondidas de la luz siempre que puede, como todo el que obra mal, para salir pronto de su tierra nativa, llevar el beneficio de sus aguas a extraños campos y desconocidas gentes, y pagar al fin de su desatentado curso el tributo de todo su caudal a quien no se le debe en buen derecho. Y a fe que, o mis ojos me engañaron mucho, o sería obra bien fácil y barata atajar al fugitivo a muy poca distancia de sus fuentes, y en castigo de su deslealtad, despeñarle monte abajo sin darle punto de reposo hasta entregarle, macerado y en espumas, a las iras de su dueño y natural señor, el anchuroso y fiero mar Cantábrico.

Debí pasar demasiado tiempo en meditar sobre éstas y otras puerilidades, y en paladear los recuerdos que despertaba en mí la contemplación de aquellas cristalinas aguas que tanto han dado que hacer a la Historia y a la fantasía de los poetas, porque el espolique, salvando todos los respetos de costumbre en su ruda cortesía, me apuntó la conveniencia de que continuáramos andando.

-Da grima -le dije obedeciéndole-, pensar en la conducta de este renegado montañés.

Tuve que descifrar la metáfora para que el espolique me entendiera lo que yo quería decirle; y en cuanto me hubo entendido, me respondió:

-Déjeli, déjeli que se vaya en gracia y antes con antes aonde jaz más falta que aquí. Pa meter buya y causar malis a lo mejor, ríus como ésti nos sobran por la banda de acá.

Explicóse a su vez el espolique para que yo le entendiera, y llegué a convencerme, con ejemplos que me puso de ríos montañeses desbordados a lo mejor sin qué ni para qué, arrollando casas, puentes y molinos en las alturas, y comiéndose en los valles las tierras que debieran de regar, de que bien pudiera ser obra meritoria lo que me había parecido en el Ebro falta imperdonable.

Por cierto que no se explicaba mal ni dejaba de tener su lado interesante mi rudo interlocutor, en quien apenas me había fijado hasta entonces. Era un mocetón fornido, ancho y algo cuadrado de hombros; vestía pantalón azul con media remonta negra, sujeto a la cintura por un ceñidor morado; y sobre la camisa de escaso cuello, un «lástico» o chaquetón de bayeta roja. Calzaba abarcas de tres tarugos sobre escarpines de paño pardo, y por debajo del hongo deformado con que cubría la abultada cabeza, caían largos mechones de pelo áspero y entrerrubio, casi el color de su cara sanota y agradable, cuyo defecto único era la mandíbula inferior más saliente que la otra, como la de nuestros Príncipes de la casa de Austria. Llevaba en la mano derecha un palo pinto, y debajo del brazo izquierdo un paraguas azul, muy grande y con remiendos.

Habíame dado noticias sumamente lacónicas de mi tío.

-¿Cómo anda de salud? -le había preguntado yo en cuanto se me puso delante y a mis órdenes.

-Tan majamenti -me había respondido él-. Es de güena veta, y hay hombri pa largu.

En concreto, sólo pude saber que quedaba muy alegre esperando mi llegada.

Dábame los nombres de pueblos y montañas cuando yo se los pedía, sin cambiar el ritmo airoso de su andadura ni volver por completo la cara hacia mí. Verdad que tampoco le miraba yo derechamente cuando le preguntaba alguna cosa, porque más que en él, llevaba puesta la atención en los detalles del paisaje y en el arrastrado vientecillo que me iba poniendo las orejas encarnadas.

Quejándome de ello una vez y mostrando recelos de que lloviera al cabo.

-No hay que temelu -me dijo levantando, tan alto como pudo, el índice de su mano derecha, después de haberle metido en la boca-. El aire es cierzu, y la niebla espienza a jalar parriba en los picachus.

Cuando intimamos algo más, supe que se llamaba «Chisco», que servía en casa de mi tío muchos años hacía, y que no era natural de aquel pueblo, sino de otro más abajo. Me admiraba, y así se lo dije, verle caminar suelta y desembarazadamente con un calzado tan pesado y tan recio, que sonaba en las lastras del camino como si las golpearan con un mazo.

-Por acá no se gasta otru en lo más del añu -me respondió saltando con la agilidad de un bailarín por encima de un jaral que le cortaba la línea recta que iba siguiendo-. ¡Y probes de nos con otra cosa más blanda en los pies pa trotear por estos suelus!

Desconcertado y pedregoso era a más no poder el que íbamos dejando atrás, y no le prometía más placentero la muestra del que teníamos delante. Por fortuna, el repliegue en que el sendero se arrastraba era relativamente descubierto y franco, en particular a nuestra izquierda.

-¿Será por este orden -pregunté a Chisco-, todo lo que nos falta por andar?

-¡Jorria! -contestó el espolique haciendo casi una zapateta-. ¡Qué yanu se lo pide el cuerpu! ¡Si estu es una pura sala!

¡Buen consuelo para mí, que llevaba ya los riñones quebrantados de cabalgar por tantos y tan repetidos altibajos, y comenzaba a sentir en mi espíritu madrileño el peso abrumador de los montes y la nostalgia de la Puerta del Sol y de las calles adoquinadas!

Andando, andando, siempre arrimado a las estribaciones de la derecha, fueron enrareciéndose los estribos de la izquierda, y dejándose ver, por los frecuentes y anchos boquerones, llanuras de suelo verde salpicadas de pueblecillos entre espesas arboledas, unos al socaire de los montes lejanos, y otros arrimaditos a las orillas de un río de sosegado curso que serpeaba por el valle.

-¿Es éste el Ebro? -pregunté a Chisco sin considerar que dejábamos sus fuentes muy atrás y sus aguas corriendo en dirección opuesta a la que llevábamos nosotros.

-¿El Ebru? -repitió el espolique admirado de mi pregunta-. Echeli un galgu ya, por el andar que yevaba cuando le alcontremus nacienti. Esti es el «Iger» (Híjar), que sal de aqueyus montis de acuyá enfrenti. Pero bien arrepará la cosa, no iba usté muy apartau de lo justu, porque si no es el Ebru ahora propiamenti, no tarda muchu ratu en alcanzali pa dirse juntus los dos en una mesma pieza por esus mundos ayá; y tan Ebru resulta ya el unu como el otru.

-Y este valle, ¿cómo se llama?

-Esta parte de él que vamus pisandu, pa el cuasi, Campoo de Arriba.

De buena gana hubiera revuelto mi cabalgadura hacia sus risueñas praderías, cruzadas de senderos blandos y tentadores; pero me arrastraba a la derecha el pícaro deber encarnado en aquel condenado espolique, siempre cosido a las faldas de los montes, como si de ellos tomara el vigor y la fortaleza que parecían crecer en él según iba caminando.

También llegó a interrumpirse la desesperante continuidad de la barrera de aquel lado, y entonces columbré sobre un cerro, encajonado en el fondo de un amplio seno de montes, un castillo roquero que, aunque ruinoso y cargado de yedra, conservaba las principales líneas de su sencilla y elegante arquitectura.

-¿Qué castillo es aquél? -pregunté al espolique.

-El de Argüesu -respondióme; y dicen si es obra de morus.

Para aquellos rudos montañeses, como pude observar más adelante, toda construcción de parecida traza es debida a los moros... o a «la francesada».

En éstas y otras, volvieron a unirse y apretarse los altos muros de la barrera; fue estrechándose el valle del otro lado, y cuando quedó convertido en un saco angosto, dimos en una aldehuela que llenaba todo el fondo de él.

-Aquí se acabó lo yanu y andaderu -me dijo Chisco entonces; y como tampoco hemos de jayar en más de tres horas otru lugar ni alma vivienti que nos estorbe el caminu, si algo le pidi el cuerpo pa levantar las fuerzas, no desaprovechi esta güena proporción de jacelu.

Nada necesitaba yo ni apetecía; pero estaba Chisco en muy distinto caso. Autoricéle para que se despachara a su gusto, y se satisfizo con medio pan de centeno y un cuarterón de queso ovejuno. Y fortuna fue para él que no se extendieran a más sus apetitos, porque hubiera jurado yo que no había otra cosa de mayor regalo en aquella desmantelada venta. Autoricéle también para que descansara un rato mientras despachaba la frugal pitanza, y para que ayudara la digestión con algunos tragos de vino; pero a todo se negó: a lo del reposo, porque con las paradas así se «enfriaban los gonces y se perdía el buen caminar, y los buenos caminantes debían de descansar andando»; a lo de la bebida, porque la más sana y mejor para él era el agua corriente y fresca de los regatos que hallaríamos «a patás» en los puertos. Con esto colgó de una muñeca el palo pinto, ató al correspondiente brazo las riendas de la cabalgadura, aprisionó el paraguas en el sobaco; y con el pan y el queso en una mano y en la otra una navaja abierta, me dio a entender, con un ademán y una mirada, que estaba apercibido y a mis órdenes.

Nos hallábamos entonces al pie de una altísima sierra que se desenvolvía, a diestro y a siniestro, en interminable anfiteatro.

-¿Por dónde tomamos ahora -pregunté a Chisco-, y adónde iremos a salir?

-¿Vey usté -respondióme levantando y extendiendo el brazo y apuntando con la navaja abierta mientras mascaba los primeros bocados de pan y queso-; vey usté, enfrenti de nos, ayá-rriba, ayá-rriba de tou, una coyá (collada) entre dos cuetus... vamos, al acabar de esta primera sierra?

-Sí la veo -contesté.

-Pos güenu: ¿vey usté tamién, por entre los dos cuetus de la coyá, otra lomba (loma) más alta, que cierra tou el boqueti?

-La veo.

-Pos por ayí hemos de pasar.

-¿Por entre los dos cuetos?

-Por encima de la lomba que va del unu al otru.

-¿Por encima de aquella última?

-Por encima de la mesma.

-¡Pero, hombre -dije estremeciéndome-, si sobre aquella loma no se ve más que el cielo!

-Pos crea usté -me replicó el espolique con gran prosopopeya-, que, así y con tou, hay mucha tierra que pisar al otru lau.

No quise estimar con la imaginación las dificultades que podían aguardarme en aquella empresa que acometía por mi propia y libérrima voluntad; y sin decir otra palabra, me puse en seguimiento del espolique.

El cual tomó a pecho, y a buena cuenta, los agrios callejones que parecían ser las raíces con que estaba el monte adherido al valle; callejones sarpullidos de cantos removidos y descarnados por el constante fluir de los regatos que por allí bajan desde sus cercanos manantiales.

A estas incómodas sendas, encerradas entre setos bravíos y desconcertadas arboledas, sucedió muy pronto el suelo blando y enteramente despejado de la sierra.

A veces era tan fino el tapiz de yerba menuda entre brezales rastreros y apretados, que resbalaban sobre él los caballos con mayor frecuencia que sobre los pedruscos y lastrales del camino andado por la finde del valle; pero como había espacio abundante y desembarazado en todas direcciones, aprovechaba yo bien estas ventajas para cuartear a mi gusto la subida e ir ganando la altura por donde mejor me pareciera. Chisco me precedía trepando sosegadamente por derecho, garantido por sus tarugos contra los resbalones de que no se libraba el caballo que conducía de las riendas, cuando pisaba sobre el atusado ramaje de los brezos. Poco a poco, el bombeo de la sierra, que desde abajo parecía continuo y uniforme, empezó a encoger el radio de su curva hasta quedar la trillada senda que nos era forzoso seguir como raya de mulo sobre su espinazo, y a cada lado una profunda «hoyada» con hermosas brañas en sus laderas, y arroyos cristalinos en el fondo, golosinas que saboreaban a sus anchas las yeguadas y rebaños que se buscaban la vida por allí.

Llevábamos ya más de una hora de subir y aún nos faltaba un buen tramo para llegar a la cumbre que habíamos de trasponer. Pasado el lomo de las dos hoyadas, empezó Chisco a dar señales de tener mucha prisa por llegar a algún sitio determinado, y al fin resultó ser un arroyo de aguas purísimas y transparentes como el cristal, en que bebieron a un mismo tiempo y en una misma poza, el espolique y su caballo. Noté, al acercarme a ellos, que andaba el mío algo codicioso del mismo regalo, y no traté de negársele. Mientras bebía con ansia la pobre bestia, quedé yo encarado en opuesta dirección a la que había llevado subiendo, y con un panorama a la vista que me dejó maravillado.

-¿Qué valle es ese? -pregunté a Chisco que se limpiaba los hocicos con la manga de su lástico.

-Pos el vayi por onde hemos pasau -me respondió-; sólo que como no vimus más que lo de la parte de acá, y esu en racionis...

Era verdaderamente hermosa aquella planicie que se perdía de vista hacia el Sur, circundada de altos montes de graciosas líneas y de calientes tonos, y adornada de cuantos accesorios pintorescos puede imaginar un artista aficionado a aquel género de cuadros: praderas verdes, manchas terrosas, esbeltos montículos, cauces retorcidos con orillas de arbolado, pueblecillos diseminados en todas direcciones, y uno más grande que todos ellos, con una alta torre en el medio, como en muestra de su señorío indisputable sobre la planicie entera. Aunque no fiaba mucho de mi memoria ni de mi sensibilidad artística, creía yo que aquel panorama, con ser montañés de pura casta, se diferenciaba mucho de los que yo había visto «abajo» alguna vez: era pariente de ellos, sin duda, pero no en primer grado. Desde luego no había, entre todos los valles que yo conocía de peñas al mar, uno tan extenso ni de tanta luz como aquél; y ya, puesto a comparar, me atreví a hallarle más semejante, en sus líneas y en la austeridad de su color, a los valles de Navarra cuando aún verdeguean en el campo sus sembrados. De todas suertes, era muy bello, y podía considerarse como una gallarda variante de la hermosura campestre de que tanta fama goza la Montaña, con sobrada razón.

Por las noticias no muy minuciosas que fue dándome Chisco, supe que aquel valle era el de los tres Campóes: el de «Suso», o de Arriba (el más cercano a nosotros), el de Enmedio, y el de «Yuso», o de Abajo; y el pueblo grande con la torre en el centro, que se veía en lo más lejano de la llanura, Reinosa, la villa en que yo había dejado el tren y encontrado a Chisco.

Cuando éste no tuvo más que decirme, continuó su acompasada marcha monte arriba, y no tardé en verle detenido con su caballo, y como encaramados los dos en el parapeto de una azotea, sobre el perfil de la loma, destacándose ambas siluetas en una mancha azul del cielo remendado de nubes cenicientas. Dejé yo entonces mis éxtasis contemplativos y piqué a mi dócil y resignada cabalgadura, que arrancó trotando a la querencia de la otra.

Pocos pasos antes de llegar yo al punto en que me aguardaba el espolique, volvióse éste hacia mí; y tendiendo el brazo derecho en dirección opuesta, me dijo con cierta solemnidad que entonaba muy bien con lo señalado por su mano:

-El Puertu.

Subí lo que me faltaba, púseme junto a Chisco y miré... Tenía razón el espolique: era mucha la tierra que había que pisar por aquel lado. ¡Pero qué tierra, divino Dios! A mi izquierda, y en primer término, dos altísimos conos unidos por sus bases, de Norte a Sur, como dos gemelos de una estirpe de gigantes; enfrente de ellos, a mi derecha, las cumbres de Palombera dominadas por el «Cuerno» de Peña Sagra que extendía sus lomos colosales hacia el Oeste; y allá en el fondo, pero muy lejos, cerrando el espacio abierto entre Peña Sagra y los dos conos, las enormes Peñas de Europa, coronadas ya de nieve, surgiendo desde las orillas del Cantábrico y elevándose majestuosas entre blanquecinas veladuras de gasa transparente, hasta tocar las espesas nubes del cielo con su ondulante y gallarda crestería. Por el lado en que me encontraba yo, descendía la sierra blandamente hasta la base del primer cono, de la cual arrancaba hacia la derecha un cerro de acceso fácil, que resultaría montaña desde el fondo de la barranca en que terminaba bruscamente. Lo que había entre la loma de este cerro y el espacio limitado por las Peñas de Europa, no era posible descubrirlo, porque lo bajo quedaba oculto por el cerro, y lo alto me lo tapaba una neblina que andaba cerniéndose en jirones, de quebrada en quebrada y de boquete en boquete. Sin aquel obstáculo pertinaz, hubiera visto, al decir del espolique, maravillas de pueblos y comarcas, y hasta el mar por el boquete de Peña Sagra. Hacía más imponente el cuadro el contraste de la luz del sol iluminando gran parte de los altísimos peñascos más próximos y reluciendo a lo lejos sobre las veladuras de los Picos, con la tétrica penumbra del fondo de aquel brocal enorme, cuyo lado más bajo me servía a mí de observatorio.

Ni entonces supe ni sabré jamás definir las complejas impresiones que me produjo la súbita aparición de aquel espectáculo ante mis ojos, en cuyas retinas conservaba todavía estampada la imagen del risueño valle de los tres Campoés. Lo que recuerdo bien es que, sin apartar la vista del cuadro que tenía al alcance de ella, me fui con el pensamiento al otro, y me abismé en la contemplación del contraste que formaban los dos.

«Allá -me decía-, la llanura abierta, los campos amenos, el sol radiante, los frutos, las flores, la égloga, el idilio de la vida; aquí, la bravura salvaje, la lobreguez de los abismos, el silencio mortal de los páramos, la inclemencia de la soledad; allí, el hombre, rey y señor de la tierra fértil; aquí, siervo infeliz, sabandija miserable de sus riscos escarpados y de sus moles infecundas.» Y me sentí invadido de una profunda tristeza.

Lo que Chisco había hecho poco antes en el entrellano de la sierra, repitió en su loma: cuando agotó el caudal de sus informes, tiró de las riendas de su rocín y comenzó a sumirse con él en las honduras de aquel pozo.

Yo me resigné a seguir su ejemplo, mas no sin despedirme antes con una mirada cariñosa del esplendente panorama de la vega, contemplado entonces por mí desde una altura digna de las águilas.

Hecho el descenso de aquella parte del brocal muy fácilmente, no tardamos en subir la ladera del cerro que seguía a la primera hondonada. Arrastrábame hacia allí la fuerza misteriosa de una curiosidad que tenía mucho de la atracción de los abismos. Llegó Chisco a la loma antes que yo, según costumbre, y aguardóme en ella con el brazo extendido ya, como la otra vez, para mostrarme lo que desde allí se veía... ¡Y por Dios crucificado que no era poco! El pozo de antes se ahondaba por aquel lado mucho más, y su suelo, ondulante y caprichoso, se perdía en todas direcciones entre espesas neblinas sobre las cuales alzaban sus cabezas de granito las montañas del brocal. Toda aquella interminable superficie parecía un mar de lava cuajado de repente; un mar hasta con sus islotes y escollos; unos monolitos muy grandes que se destacaban, escuetos y descarnados, sobre la aridez del suelo entre matojos de «escobinos», de árnica o de regaliz. Abundaban los manchones verdes de las brañas de jugosos pastos, y no era ingrato a la vista el color de otros detalles; pero ¡lo demás!... Aquellos cantos pelados, tan grandes, tan secos, tan esparcidos en todas direcciones; aquella inmensa extensión calva, monda, rapada y desnuda de todo follaje; aquellas nieblas tenaces cerrando todas las salidas y surgiendo de todas las hoyadas; aquellos riscos inaccesibles y fantásticos elevándose sobre todo y por todos lados; aquel cierzo continuo y gemebundo que parecía el espíritu funerario de las grandes necrópolis, llevando consigo los jirones de la niebla como si fueran sudarios arrancados de las tumbas en los senos entenebrecidos de las barrancas; aquellos buitres que me señalaba Chisco, revolando en las alturas; aquel cielo que iba encapotándose poco a poco... todo ello, que era lo más, visto a través de las lentes pesimistas de mis ojos, se imponía al resto, que era, relativamente, muy escaso, y me presentaba toda la superficie del Puerto bajo un aspecto feroz y repulsivo. Yo no veía más que una llanura infinita, plagada de costras y tumores; y los monolitos solitarios y dispersos, se me antojaban erupciones de verrugas asquerosas sobre una inmensa piel de leproso.

Contemplando desde la sierra lo que se veía del panorama del Puerto, habíame comparado yo, por la fuerza del contraste, con un mísero gusanejo; pero al hallarme en el observatorio de más adentro, ¡qué cambio tan radical y tan súbito de ideas, y cuán extrañas las impresiones recibidas!... Creo que fue de espanto, de frío y de «arrepentimiento» la primera, y estoy seguro de que fue de melancolía la segunda, como lo estoy también de que la siguiente me infundió la sensación de lo que tenía a la vista, de tal modo y con tal intensidad y fuerza, que hubiera jurado yo que circulaban por mis venas líquidos pedernales, y era mi cuerpo una estatua de granito coronada con manojos de «loberas» y acebuches.

Dejándome llevar del único pensamiento racional que sobrevivía en mi cabeza, pregunté a Chisco:

-Dime, hombre, ¿se parece a esto nuestro valle?

-¡Quiá! -me respondió el espolique con el mayor desdén.

-Es más ancho, ¿eh?... y más...

-¡Quiá! Ni la metá siquiera.

-¡Demonios! -repliqué-. Pero serán más bajos los montes...

-Tampoco da en el jitu ahora -me contestó el arrastrado con una flema desesperante-, porque son hasta más altus; sólo que están más «tupíus»... más arrimaus unus a otrus.

-Pues entonces -exclamé hasta con ira-, ¿en qué está la ventaja de tu valle sobre este puerto, alma de cántaro?

-Pos la ventaja del nuestru vayi está -contestóme Chisco dulce y sonriente-, en que es de suyu más terreñu y más... vamus, más... Por últimu, ya verá lo que es el nuestru vayi; y si no le paez puntu menos que la gloria, no sé yo lo que sea cosa buena.

Convencido de que cuanto más ahondara en el informante, más negros habían de salirme los informes que buscaba, y deseando perder de vista cuanto antes aquel cuadro de desolación, dije al espolique:

-Y ahora ¿por dónde tomamos?

-Tou por derechu -me respondió.

-Pues hala, y a buen andar, si puedes.

-¡Jorria! -exclamó Chisco comenzando a descender la otra ladera con igual frescura que si no se hubiera movido hasta entonces. Seguíle yo sin titubear; y al verme luego en las honduras de aquel inmenso barranco, me pareció que se quebraba el último vínculo que me ligaba al mundo que yo conocía.

Estábamos indudablemente, si no en el corazón, en una de las vísceras más considerables de la cordillera. ¡Y en otra víscera por el estilo se escondería mi nuevo hogar!... ¡Santo Dios, en qué empresa me había arrojado un momento de sensiblería humanitaria! Por ver de todo, se podía ver hasta aquella espantosa desolación; ¡pero habitar allí!...

Este modo de discurrir a que me entregué cediendo a la fuerza de mis inveterados resabios de mal disfrazado egoísmo, resucitados en presencia de aquél, para mí, tan nuevo como aflictivo espectáculo, llegó a causarme cierto rubor. Acudí con todo el poder de mi memoria y de mi discurso al recuerdo de lo pactado con mi tío y a lo resuelto desde Madrid; requerí de nuevo el alto cuello de mi abrigo, porque la tarde avanzaba y el cierzo iba haciéndose por momentos más frío y más gemebundo, y arrimé dos espolazos a la bestia, precisamente en el instante en que ella daba una huida hacia la derecha, enderezando las orejitas y mirando recelosa hacia la izquierda: lo mismo exactamente que hacía el caballejo de Chisco; el cual espolique, notándolo y mirando en la misma dirección que los caballos, me decía con cierto matiz de alarma en el acento:

-¡Pique, pique, y tierra atrás!

Y me daba el ejemplo tomando un medio trotecillo delante de su rocín, que no necesitaba ruegos ni amenazas ni castigos para seguirle. Tampoco el mío echaba en falta esas cosas para seguirlos a los dos. Chocándome todo esto, pregunté al espolique la razón de ello.

-Poca cosa -me respondió-, y ná de malu, sino que la tarde va de caída, y nos quedan entoavía güenas tiras que medir con los pies.

No me satisfizo la respuesta, pero no insistí con nuevas preguntas.

Más de una hora tardamos en atravesar el Puerto, que mide, por aquella línea, cerca de dos leguas. Al fin de esta jornada fastidiosa, nueva sorpresa para mí, nuevo espectáculo, nuevas ideas y nuevas impresiones. Un despeñadero al frente, otro a la derecha, otro a la izquierda... ¿Por cuál de ellos tomaría Chisco...? Por el peor, por el primero, por el único que, aunque mala, tenía salida visible. Esta salida era la resultante de algo así como desmoronamiento de una colosal muralla construida por titanes para escalar nuevamente el cielo. Por uno de los intersticios de aquella escombrera de montes dislocados, musgosos unos y a medio revestir de avellanales, árgomas y acebuches otros, alguno de ellos bien poblado de hayas robustas o de esbeltos «mostajos» (el árbol de sabroso y encarnado fruto), con grandes manchas rojizas en la falda, impresas por los secos helechales, y todos con parte de sus esqueletos de roca asomando por los desgarrones de sus vestiduras, iba el camino que conducía al término de mi empecatada expedición. Mas para llegar a él teníamos que bajar una pendiente que daba vértigo. Por allí se deslizaba la vereda, de lastras resbaladizas lo más de ella, en ziszás, entre jarales y arbustos algunas veces; muchas al descubierto sobre la barranca, en cuyo fondo, entenebrecido por las malezas de ambas orillas, refunfuñaban las aguas de los regatos vagabundos encauzadas allí para ir a engrosar por caprichosos derroteros el caudal del río que se despeñaba a nuestra izquierda y al otro lado del Puerto.

A todo esto, la noche se aproximaba; el tinte amarillento del follaje que se moría, destacando sobre el plomizo obscuro de los montes, daba a los términos más cercanos una lividez cadavérica; y del fondo de los precipicios donde se pudría la vegetación que ya había muerto, subía un olor acre, un vaho de tanino que me crispaba los nervios.

En presencia de aquel nuevo espectáculo y con la llanura del Puerto a la espalda, ya no era yo la estatua de granito con sangre de líquidos pedernales: la contemplación de aquel laberinto de sierras bravías, de cuetos escarpados y de picachos inaccesibles; de ásperos y sombríos repliegues, de pavorosas quebradas y de abruptos peñascales, transportó súbitamente mis imaginaciones a los entusiasmos «arqueológicos» de mi padre: allí me sentí contaminado de ellos; allí concebí al cántabro de sus himnos en toda su bárbara grandeza, hasta vestido de pieles y bebiendo sangre de caballo; y aun llegué a verle: le vi, sí, resucitado en carne y hueso, en la carne y en los huesos de mi propio espolique. Aquel cuerpo fornido e incansable; aquellas guedejas estoposas, aquel palo pinto, que en su diestra remedaba un venablo; aquel paraguas azul que, bajo su brazo izquierdo, podía tomarse por un haz de flechas envenenadas; aquella mandíbula saliente; aquel mirar poderoso e imperturbable; aquella faz montuna y atezada... ¡oh! escarbando un poco en todo aquello, no había duda, resultaba el cántabro primitivo. Comprendí entonces su resistencia de seis años contra las invencibles legiones de Augusto; y las legiones enteras despedazadas en el fondo de los desfiladeros, o rodando por las agrias laderas, aplastadas por los peñascos desgajados de las cumbres; el sentimiento exaltado de su salvaje independencia; la muerte en cruz antes que el yugo del conquistador... todo, todo lo comprendí y todo lo sentí, lo mismo que lo había comprendido y sentido mi padre, menos que pudiera vivir entre tales vericuetos y tan esquivas soledades, un hombre de mi educación, de mis sentimientos y de mis hábitos.

Con estas fantasías en la cabeza y los ojos cerrados muy a menudo por no ver los abismos a mis pies, fui bajando la pendiente cómo y por dónde quiso mi caballejo, a cuya juiciosa firmeza me había entregado con ciega fe desde arriba, por encargo del propio Chisco, que me precedía caminando por el derrumbadero con igual desembarazo que yo por los pasillos de mi casa.

Metido ya en la grieta como una lagartija, apenas daba el camino, «usgoso» y desconcertado, para sentar sus pies, con grandes precauciones, mi jamelgo. A lo mejor, grandes doseles de granito con lambrequines de zarzas y escaramujos raspándome la cabeza, mientras que por el lado derecho me punzaban las espinas de los escajos, y el más ligero resbalón de mi cabalgadura podía lanzarme a las simas de la izquierda. Y mirando hacia arriba en busca de luz, que ya nos faltaba abajo, montes erizados de crestas blanquecinas, y conos encapuchados de espesa niebla, y gárgolas de tajada roca amenazando desplomarse sobre nosotros; y a todo esto, el camino estrechando y retorciéndose cada vez más, subiendo aquí, bajando allá, y sin poder yo darme cuenta de si, desde que habíamos descendido del Puerto, bajábamos o subíamos en definitiva.

¡Oh, condenados admiradores de la Naturaleza «en toda su grandiosidad salvaje»! -decíame yo, entumecido y quebrantado de alma y de cuerpo. Aquí os daría yo el pago de vuestras sensiblerías de embuste, poniéndoos a pasto de admiración durante media semana.

Al fin resultó que bajábamos; y esto lo noté cuando me vi en terreno un poco más abierto y despejado: una espaciosa rambla que terminaba en una vadera por la que corrían hacia el Nansa, aún no visto por mí, los acumulados tributos que le pagaban los montes de aquella vertiente.

Pasada la vadera, volvía a subir el terreno, que era un inmenso lastral como los montes áridos que le servían de fondo, particularmente hacia la izquierda. Recuerdo que el sonido de las herraduras de los caballejos y el de los tarugos de Chisco sobre las lastras de la subida, juntamente con el murmullo de las cristalinas aguas de la vadera, no me impresionaba en el espíritu, sino en el cuerpo: me daba frío. Hasta tal punto llevaba yo pervertidas las sensaciones por obra del tedio y del cansancio.

El espolique me sacaba, como siempre, una buena delantera; y cuando llegué a lo alto, encontréle esperándome, sombrero en mano, en el vestíbulo o «asubiadero» de un santuario que hay allí. Detrás de la reja que sirve de fondo al vestíbulo, veíase, no muy claramente, a la luz de una lamparilla que le alumbraba, porque la del crepúsculo podía darse afuera por extinguida, un altarcito con la imagen de la Virgen llamada de las Nieves, según informes de Chisco. Descubríme yo también, y sin obligarme a ello el mandato que leí en una mirada del espolique. El cual, vuelto enseguida hacia el retablo y después de persignarse con gran unción y parsimonia, cruzó las manos sobre el palo pinto y comenzó a rezar en voz muy alta por el alma de su padre. La oración era un Padrenuestro; y con ser tan usual y corriente entre todo fiel cristiano, sonaba en mi corazón y en mis oídos a cosa nueva en medio de aquel salvaje escenario, tan cerca de Dios y tan apartado de los ruidos, de las miserias y hasta del amparo de los hombres. Pero noté que Chisco, al concluir la primera parte de la oración, se detuvo en seco; lo cual quería decir que rezara yo lo restante. Por fortuna me cogía bastante pertrechado para salir airoso de compromisos como aquél, y recé lo que me pedía, aunque no tanto por su intención como por mis necesidades del momento. Tenía racional disculpa mi egoísmo en las emociones de la brega excepcional que traía y en la que me aguardaba entre las tinieblas de la noche, tan pavorosa en aquellas abruptas soledades.

Pero hubo tiempo y oraciones para todo y para todos; porque tras el rezo por el alma de su padre, rezó por la de su madre, y después por las de abuelos, y enseguida por las de todos sus parientes, y luego por las de cada uno de los míos, y, finalmente, por las necesidades de la cristiandad entera. Con ello, «una Salve a la Virgen de las Nieves» y un «Viva Jesús sacramentado», santiguámonos, cubrímonos, acabó de cerrar la noche y nos dispusimos a continuar la interminable jornada.

Según Chisco, nos faltarían, para terminarla, tres cuartos de hora; el camino, «por el arte» del que habíamos andado entre el Puerto y la vadera; pero siempre bajando hasta la misma puerta de casa, lo cual «era una ventaja», porque se andaba ello solo «tan guapamente». Además, mi caballo se le sabía de memoria, y con dejarme llevar por él, estaba «al cabo del negocio».

-Corriente -dije a Chisco por todo comentario a sus informes, que me dieron escalofríos-; pero ¿de qué se espantaron los caballos en el Puerto, y por qué me aconsejabas tú que picara al mío de firme?

-Y ¿por qué es la pregunta a estas horas, si se pué saber? -preguntó a su vez el espolique, no poco sorprendido.

-Porque ha vuelto a clavárseme el caso de repente, ahora mismo, en la memoria, y la ocasión me ha parecido de perlas para que respondas aquí lo que no quisiste responderme en el Puerto.

-Pos espantáronse -dijo Chisco algo roncero todavía-; espantáronse (y no hay por qué se niegue ya), espantáronse... del osu.

-¡Del oso! -exclamé con los pelos de punta-. Dónde estaba?

-Estaba... como a cincuenta brazas de nos, jechu un reguñu, a la vera de un busquizal. Tomaríale usté por un cantu gordu de los muchus que hay en el Puertu: el que no está avezau a verli de esi arti, confúndilos. Sueli asomar en veces por ayí; gústali el oreu a lo mejor, y soleáse un pocu, si tien ocasión de eyu. Pero no hay que temeli cosa mayor, porque del hombri ajuyi siempri como el hombri no se meta con él. Con too y con esu, güenu es teneli a distancia, por un por si acasu... Conque vamos palanti, si le paez, y no arreceli alcuentrus talis, que por aquí no se usan, y de nochi mayormenti.

Con el saboreo de aquellas noticias y de estas «seguridades», sin un astro visible en el cielo, la tierra envuelta en la más cerrada y tenebrosa de las noches, y empezando a lloviznar, me dejé sumir en la barranca que se abría a corta distancia del santuario, encomendando mi alma a Dios y mi vida al instinto del cuadrúpedo que me conducía.

Y así llegué, sin saber cómo ni por dónde ni a qué hora, al suspirado fin de mi jornada memorable.