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Capítulo III

Un silbido muy original de Chisco; el latir de un perrazo poco después; una luz tenue y errabunda aparecida de pronto; la detención repentina de mi caballo, tras el último par de resbalones con las cuatro patas sobre los lastrales «pendíos» de la vereda; bultos negros en derredor de la luz y rumor de voces ásperas y de distintas «cuerdas»; mi descenso dificultoso del caballo, al cual parecía adherido mi cuerpo por los quebrantos de la jornada y los rigores de la intemperie; mi caída sobre un pecho y entre unos brazos envueltos en tosco ropaje que olía a humo de cocina, y la sensación de unas manazas que me golpeaban cariñosamente las costillas, al mismo tiempo que los brazos me oprimían contra el pecho; mi nombre repetido muchas veces, junto a una de mis orejas, por una boca desportillada; mi entrada después, y casi a remolque, en un estragal o vestíbulo muy obscuro; mi subida por una escalera algo esponjosa de peldaños y trémula de zancas; mi ingreso, al remate de ella, en otro abismo tenebroso; mi tránsito por él llevado de la mano, como un ciego, por una persona que no cesaba de decirme, entre jadeos del resuello y fuertes amagos de tos, cosas que creería agradables y desde luego le saldrían del corazón, advirtiéndome de paso hacia dónde había de dirigir los míos, o dónde convenía levantar un pie o pisar con determinadas precauciones, sin dejar por ello de pedir a gritos y con interjecciones de lo más crudo, una luz que jamás aparecía, porque, como supe después, toda la servidumbre andaba en el soportal bregando con los equipajes y las cabalgaduras; de pronto un poco de claridad por la derecha, y la entrada en otro páramo de fondos negrísimos con una lumbre en uno de sus testeros; después, el acomodarme, a instancias muy repetidas de mi conductor, en el mejor asiento de los que había alrededor de la lumbre; y el ponerse él, pujando y tosiendo, a amontonar los tizones esparcidos, y a recebarlos con dos grandes, resecas y copudas matas de escajo.

A esto se reducen todos los recuerdos que conservo de mi llegada al «solar de mis mayores». La noción exacta de cuanto me rodeaba allí en aquellos momentos, y aun la de mí propio, no la adquirí hasta que al calor de la fogata descomunal que resultó del hábil manipuleo de mi tío, se desentumecieron mis ateridos miembros, volvió a circular mi sangre con su acostumbrada regularidad, y revivieron con ella y se enquiciaron todos los componentes de la entorpecida máquina de mis ideas.

Dueño y señor ya de ellas y comenzando a orientarme, reparé que la cocina era enorme, y que sus negras paredes relucían como si fueran de azabache bruñido; que la lumbre, cuyos penachos de llamas subían lamiendo los llares recubiertos de espesos copos de hollín, hasta rebasar de la ancha campana de la chimenea, estaba arrimada a un poyo con bovedilla, que era la jornía o cenicero, sobre una espaciosa y embaldosada meseta, en uno de cuyos bordes de empedernida madera, y a menos de un pie de altura sobre el suelo general, apoyaba yo los míos; que a mi sillón, grande y con brazales derechos, seguían, hasta cerrar todo el perímetro de la meseta, bancos y escabeles de madera desnuda y muy brillante por el uso, lo mismo que el sillón, y que este hogar ocupaba la cabecera más abrigada de la cocina. Después pasé la vista por todos y cada uno de los innumerables e inconexos trastos, enseres y chirimbolos que había en aquel recinto, y hasta me interesaron dos ollones y tres cazuelas de barro, cuyas coberteras temblaban entre espumarajos al impulso de lo que hervía debajo de ellas, arrimados a la lumbre y calzados con sendos morrillos por detrás; por último, y cuando ya nada tenía que examinar en la cocina y sus accesorios, fijé toda mi atención en mi tío, que andaba a mi vera, o tan frontero a mí como se lo permitía la fogata que ambos teníamos delante, buscándome la palabra y colmándome de atenciones cariñosas. ¡Vaya usted a saber de qué capricho inconsciente, de qué evolución desacordada, nació aquel procedimiento tan descortés con lo más interesante y, desde luego, lo más estimado y respetable para mí, entre cuanto había, en aquella ocasión, al alcance de mis ojos!...

Eran chiquitos y garzos los de mi pariente, y miraban con la vivacidad de los del raposo, a la sombra de unas cejas grises, muy espesas y erizadas; la nariz, aguileña; la boca, nunca enteramente cerrada ni quieta, parlanchina como los ojos, aunque callara; la tez, muy pálida y rugosa; la barbilla, redonda y algo prominente debajo del labio inferior; las orejas, formidables y muy velludas en las cercanías de los oídos; la cabeza, bastante plana por detrás, y el pelo (descubierto en el instante de examinarle yo, por haberse quitado don Celso la gorra casera con que de ordinario se cubría, para pasarse ambas manos por él, cosa que le gustaba mucho, como puede observarse más adelante), de la misma casta y de igual color que el de las cejas, cayendo en recios mechones sobre la frente, y sin visibles muestras de calva en sus alturas. El cuerpo era proporcionado a la cabeza, de regular tamaño, y daba señales de recientes y muy considerables mermas de robustez, en los excesivos sobrantes del chaquetón y de los pantalones pardos con que le vestía; como las daban de pérdidas de vigor y fortaleza, la cerviz algo humillada y el andar no muy seguro. Calzaba medias azules y zapatillas de «cintos» negros y tenía echado sobre los hombros un gabanote obscuro, forrado de tartán de muchos colores. Nada de corbatín ni siquiera de cuello alto ni planchado.

Indudablemente había más vida en el espíritu que en la materia de mi tío; pero así y todo, entre sus pronósticos pesimistas y el de Chisco, más risueño, a juzgar yo por aquel conjunto de alma y cuerpo, inclinéme más al dictamen de mi espolique, aunque sin acercarme mucho a él: podía haber «hombre para largo»; y aun más halagüeño todavía se lo puse por comienzo de nuestra conversación.

-¡Ay, hijo de mi alma! -me respondió, sentándose a mi lado y palmoteando sobre mi espalda con su mano derecha-. ¡Cómo te engaña el bien querer! Cierto que no soy lo que te pinté en mis cartas, sin faltar a la verdad, porque desde que me diste el sí que te pedía en ellas, esponjé de pronto medio palmo, por un respingo de la alegría que aún me dura... ¡Qué cosas, hombre! ¡Quién había de decirme a mí, poco tiempo hace, que el caer o no caer de repente un roble viejo, podía depender de!... Vamos, que cuanto más se vive, más se aprende. Pero adentro de la viga anda la carcoma; asegúrotelo yo que la siento roer sin hora de descanso. (Aquí un amago de tos convulsiva.) ¿No te lo dije? Pues a la vista le tienes ya. ¡Éste, éste es el ujano pícaro que me acaba!... En fin, Dios es Dios, y lo que Él quiera ha de ser, y lo que debe de ser... Conque dejemos el punto para tratarlo en su ocasión, y vamos a otros particulares más urgentes por ahora.

Con esto empezó a descargar sobre mí una granizada de observaciones y de preguntas que casi se empalmaban unas con otras, sin dejarme el menor espacio para ingerir una respuesta. Si era yo alto, si era bajo; si resultaba más o menos parecido a los retratos que conservaba él; si más guapo, si más feo; si «salía» más a mi padre que a «la andaluza» (mi madre), de la que también conservaba retrato; cuántos «pedimentos» habría hecho desde que me recibí de abogado; si tenía novia y si era maja y rica; qué tal era «París de Francia»; cuánto costaba un viaje «desde Madrid allá», y qué capitales del mundo había visitado; a cuántos reyes conocía de vista, y quizás de trato; qué me había parecido el camino desde Reinosa; si traía ganas de cenar; en dónde nos había anochecido; por qué usaba toda la barba y no el bigote solo como en el retrato... Y así; y todo ello entreverado de golpeteos sobre mi espalda, de gestos indescriptibles y de injurias contra la tos que le amagaba, de admiraciones estruendosas, de risotadas... y de «ajos», porque los echaba por ristras el buen don Celso y como la cosa más natural y corriente.

Yo tenía noticia, por mi padre, de lo regocijado y expansivo de su carácter cuando no le daba por ponerse hecho un erizo y hacer andar a todos en un pie; pero no creí, vistas sus cartas y su lacia catadura, que le quedara en el cuerpo tanto acopio de aquellos ingredientes retozones. Terminó la escena porque se movió gente en los pasadizos inmediatos y entró en la cocina una mujer de cierta edad, gris de pelo y gris también de envolturas de pies a cabeza, y con un farol en la mano, para decirnos con voz algo hombruna:

-Aqueyu ya está ayí.

Y como «aqueyu» era mi equipaje, y «ayí» mi habitación.

-¡Jorria! -exclamó mi tío volviéndose hacia la mujer-. Pues pica a poner una luz... pero una luz de vela... ¿Entiendes? Porque tú -añadió dirigiéndose a mí-, tendrás que hacer algo en tu cuarto... siquiera conocerle de vista; a más de que «hacienda, tu amo te vea...» y como hay noche larga por delante, tiempo nos queda de sobra para que vuelvas a la cocina a darte otro chamuscón, si te le pide el cuerpo... ¿Todavía estás ahí, fantasmona de los demonios?

-Es que tamién está ya la luz ayí -respondió la mujer que no se había movido del vano de la puerta.

-¡Acabaras de resollar!... Pues entonces, dáca el farol y quédate aquí tú a cuidar de estos potingues... ¡Mira, mira cómo se va esa olla!... ¡Quítale la cobertera en el aire y échala un poco atrás! Y a ver cómo está la cena en punto para cuando se te pida... Porque tú (por mí) querrás cenar temprano, ¿no es verdad?... Digo yo: con lo que has andado, y en ayunas desde tan lejos... Yo que tú, hubiera tomado a buena cuenta el tente en pie que te ofrecí según llegaste; pero ¡que si quieres!... porque las gentes finas vivís del aire y sois así... ¿Conque andando?... Digo, si te parece.

Cogió en esto el farol que le entregaba la mujer gris; y como yo, que ya estaba de pie, hiciera ademán de seguirle, echó por delante hacia la puerta y fuime tras él, medio a tientas, en cuanto salimos de la cocina, porque la desmayada luz del farol apenas se veía en las densas oscuridades de afuera. Andando así a lo largo de un pasillo, llegamos a desembocar en otro que se cruzaba con él, y le seguimos hacia la derecha. Por este lado terminaba en un salón que me pareció más negro que los pasillos, porque en sus ámbitos desmesurados parecía la luz del farol la de una pajuela.

-Esta es la salona, o comedor -dijo mi tío al entrar en él-. ¡Comedor! ¡Qué comedor ni qué cuartajo!... Le llamo así porque de eso sirve cuando se alojan en esta casa personajes finos como tú, o algún señor Obispo de acá o de allá, o cuando hay boda en ella y algunos días después... hasta que llega la confianza y se arregla uno tan guapamente en la «perezosa» de la cocina: en invierno, al amor de la lumbre, y en verano... por la frescura... ¡Cascajo!, no te rías, porque en la cocina de mi casa se tirita de frío en agosto en cuanto se dejan de par en par las dos puertas y la ventana que tiene... ¡Figúrate tú lo que pasaría si hiciéramos otro tanto esta noche, y eso que todavía estamos al acabarse el otoño! ¿Ves una puerta en esa pared de la izquierda? Pues es la de mi cuarto: ahí duerme tu tío sesenta años haz; los restantes, quiero decirte, los primeros de la vida, me los dormí en esa alcoba de este lado de la entrada: mucha parte de ellos con tu padre, en una misma cama, hasta que, por andar a testerazos muy a menudo los dos debajo de la ropa sobre quién estorbaba a quién... ¡qué pernear el de aquel arrastrado, hombre! nos separaron, y le echaron a él a dormir solo en un cuarto de los de atrás... Aquí tienes la mesa, de encina pura, como los bancos... Bien retallados de espaldar, ¿eh?... como los bordes de la mesa y las cuatro patas; digo, no, que las patas están como torneadas en rosca, igual que los fierros cruzados que tiene por debajo... También tienen algo de torneo las sillas arrimadas a las paredes. En fin, cosa rústica todo ello, pero de firmeza y buena calidad, como corresponde a gentes de nuestro porte. ¡Trabajo le mando al que se empeñe en buscarle la fe de bautismo! ¡Zancajo, cómo estará de polillas!... Esta es la puerta de la sala: vamos, la pieza de respeto. Por eso te la he dado a ti... Es cortesía de obligación, sin contar con el cariño... Ya lo ves, frente por frente de mi cuarto. ¿Te enteras? Pues jala para dentro.

Y entramos. Allí ya se veía más claro, no solamente por la doble luz del farol y de la vela, la cual ardía en candelero de azófar muy bruñido, sobre una cómoda con columnitas de basas y capiteles de bronce dorado, sino porque la sala tenía cielo raso y no de viguetas al descubierto como el salón contiguo, y estaba, lo mismo que los muros, muy bien blanqueado. Arrimados a ellos había un canapé, varias sillas y otros muebles contemporáneos de la cómoda; colgado sobre ésta, un Eccehomo entre dos cornucopias de buena talla dorada; sobre el canapé, una Purísima, y enfrente de estos cuadros, otros dos, de santos también, todos ellos al óleo y en marcos dorados, pero sumamente deslucidos ya. La sala tenía una gran alcoba, y la puerta de ingreso a ella cortinas blancas recogidas en pabellones sobre grandes clavos romanos. En el fondo de la alcoba, una cama de madera de altísimo testero con molduras doradas y medallones pintados, colcha de damasco rojo y sábanas muy finas con puntillas y bordados en el embozo de la encimera.

-Vas a dormir -me dijo mi tío paseando el farol sobre todos aquellos lujos-, en la misma cama en que han dormido los Obispos de Santander y de León... ¿Eh? ¿qué tal?

-Que es gran honra para mí -le contesté-. Pero yo dormiría más a gusto en ella sin la colcha de damasco y las sábanas bordadas, principalmente sin la colcha.

-¡Hombre! Pues ¿para qué se quieren las cosas buenas sino para las ocasiones como la presente?

Me costó algún trabajillo hacer comprender a mi tío, que tomaba mi resistencia a desaire, que se duerme mejor y más descuidadamente que entre encajes y damascos, bajo las coberturas sencillas que usamos a diario los simples mortales.

-Pues nada, hijo -díjome al fin-: lo primero, tu gusto, y ése es el que ha de hacerse en esta casa mientras en ella estés... ¡A buena parte vienes, cuartajo!... Irá fuera la colcha y cuanto te estorbe con ella en la alcoba. Aquí tienes un felpudo para los pies... Creo que no te vendrá mal al acostarte, porque estos suelos de castaño viejo son fríos como ellos solos... ¿eh? Pues esta lacenuca, o como la llaméis vosotros «allá», a la cabecera de la cama, para poner la luz encima y meter adentro... ¿ves? el ingrediente éste, no pienso yo que te estorbe... ni tampoco esta sillona del rincón... ven acá, ven acá a verla... Como somos mortales y nadie está libre de un apuro, y las noches son tan largas ahora, y los carrejos tan obscuros y tan fríos y no los conoces tú mayormente... En fin, no hay que decirte más. Pues bueno: aquí tienes perchas, con su guardapolvo correspondiente, clavadas en la pared... y en la de enfrente ese armario desocupado, en que puedes meter una tienda de ropa... Me parece,¡pispajo! que por mucha que traigas, entre él y la cómoda y las perchas, con sobras te ha de caber... Para tus rezos, porque alguno usarás, como buen cristiano que eres, al meterte en la cama y al salir de ella, ahí tienes, a la cabecera, a Dios Nuestro Señor en cruz, y la benditera al lado, con su agua correspondiente, y su ramuco de laurel bendito, por si quieres rociarla por el cuarto; porque el demonio no descansa un punto, y se cuela por el ojo de una cerradura. Aquí el palanganero con todos los avíos de limpieza... y todavía sobra campo para otro tanto más... Y con esto, lo dicho: en tu casa estás. Lo que te estorbe, fuera con ello; si algo deseas y no lo tienes, pídelo, que, como lo haya a mano, tuyo será... Y ahora te dejo en paz y a tus anchuras. Cuando acabes, avisa, que en la cocina estamos.

Y se fue, zarandeando el farol en una mano y requiriendo con la otra el abrigo que se le deslizaba de los hombros; pero tosiendo mucho y muy anheloso de respiración. Aquel cuerpo caduco y herido de muerte ya, no podía resistir sin grandes quebrantos y protestas los ajetreos en que le empeñaba la vivacidad del espíritu encerrado en él.

Mientras anduve trajinando en aquél mi aposento, pensé mucho, y no todo de color de rosa. La última parte de mi viaje, de noche y lloviznando; los pasillos negros de la casona; la cocina tan grande, tan oscura al principio, de tan extraño aspecto después a la luz de la enorme fogata; el pelaje y las cosas de mi tío; la mujer gris aparecida de repente; el tenebroso páramo del comedor, explorado a la luz mortecina del farolillo de cuatro cristales empañados por la roña; el silencio de «afuera»... peor que el silencio absoluto: un rumor lejano e intermitente, bronco, algo por el estilo del que puso espanto en el esforzado pecho de Don Quijote cierta noche en las proximidades de Sierra Morena, y el otro silencio de la casa en cuanto cesaba de hablar mi tío, me habían impresionado de mala manera. Lo mejor del cuadro era mi habitación, amplia, sin llegar a lo enorme, como su colindante y la cocina, blanca y bien provista de muebles; pero ¡qué frío se sentía en ella! ¡Y aún no había empezado el mes de noviembre! Instintivamente palpé el espesor de las ropas de mi cama; y aunque era muy considerable, retiré la colcha de damasco rojo y puse en su lugar mi pesada manta de viaje en dos dobleces. Sentía los pies helados, y me calcé unas zapatillas forradas de piel; y no me envolví el cuerpo en un abrigo ruso de que iba provisto, porque estaba resuelto a darme otro chamuscón en la cocina inmediatamente. En lo que llamaba sala mi tío, además de la puerta que comunicaba con el comedor, había otras dos que debían corresponder a otras tantas fachadas de la casa. Por curiosidad abrí el ventanillo o «cuarterón» de una de las hojas del claro más próximo a mí, y todo lo vi negro, negrísimo, al través de un mezquino cristalejo; abrí después la hoja entera, que daba a un balcón con repisas de piedra, y aún me pareció más negro que antes lo que de este modo se veía. En cambio, los rumores que desde adentro se percibían lejanos y con intermitencias, desde allí resultaban continuos, más acentuados y más próximos. Debía producirlos el río despeñándose a corta distancia de la casona. A este murmurio incesante que casi era bramido ya, servía de fastidioso acompañamiento el golpeteo de la lluvia, vertida en el suelo por las canales del tejado. Me daba esta «música» gran tristeza y cerré la puerta del balcón más que de prisa.

Al salir a la salona con el candelero en la mano, me encontré con la mujer gris ocupada en poner la mesa, a la luz de un velón de tres mecheros, colgado de un listón de madera, sujeto por una de sus extremidades a una vigueta del techo. No era antipática, ciertamente, la cara de aquella sirviente; y bien mirada, hasta se hallaban en ella vestigios de haber sido guapa en sus mocedades. Expresábase con un laconismo que tenía ciertos matices clásicos, y respondía con agrado a las preguntas que me arriesgué a hacerla, por hablar de algo y alegrar un poco el tedioso colorido de mis ideas. Así supe que se llamaba Facia; que desde muy joven servía en casa de mi tío y que en ella pensaba morir, si esa era la voluntad de su amo, a quien quería y respetaba como a padre y señor, y aun con eso no le pagaba bastante los grandes beneficios que le debía. Él y su señora la habían recogido huérfana y desamparada, dándola desde entonces buena enseñanza y poco trabajo, pan abundante, y lo que vale más que eso, cariño y sombra. Todo esto me lo iba declarando como a la descuidada, en periodos cortados y sin mirarme a la cara, pero reflejando en la suya cierta expresión de dulzura melancólica que la hacía muy interesante, mientras se movía lentamente de acá para allá, poniendo aquí un plato después de pasarle con un lienzo blanquísimo, y allí un vaso o un tenedor. De este modo, y echando yo la conversación hacia ese lado, llegó a decirme que su amo había tenido siempre una salud «de fierru», hasta que una noche, pocos meses hacía, después de una semana de resfriado que no le privó de andar por el mundo, se había despertado «ajuegándose de anseo, con un jirvor de pecho, un color de cera en la cara, y un mirar de espanto en los ojos que desaflegía». Salió de aquello, pero para no levantar cabeza. «Tristezón y acobardao», ya era otro hombre. La tos le sofocaba de noche, y se pasaba en vilo la mitad de ellas. «Entróle malenconía» de las más negras; y si llego a no acudir yo a su lado, se va «como los sospiros». «Con ello y con too», Dios sabía hasta dónde llegaría el carro sin atollarse para siempre.

Y la pobre mujer, con los ojos empañados, apenas hallaba voz en su garganta para decirme esto. ¡A buena puerta había llamado yo para curarme de tristezas!

Agravadas las que había sacado de mi habitación con el contagio de las de Facia, apartéme de ella con dos fórmulas de consuelo, que para mí hubiera querido yo, y fuime en derechura a la cocina.