Peñas arriba/Capítulo XVII

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Capítulo XVII

Y comenzó a venir sin tardar mucho; pero ¡ay! lo que vino fue, primeramente, una niebla gris que bajó de los montes, envolvió todo el pueblo y se coló hasta en los hogares; tras de aquella niebla vino un «gallego» frío con otra niebla parda que fue mezclándose con la primera, tiznándola de su color y haciéndola más húmeda y pegajosa; llegó también un ruido sordo y continuo, como lejano cañoneo, que a mí me parecía de la mar batiendo furibunda hacia el Norte los peñascos de la costa; pero según dictamen de la gente de mi casa, era el «rebombe» del «pozón de Peña Sagra», un lago o pozo muy grande, que se da por existente, aunque no sé de nadie que le haya visto, en las entrañas de aquel coloso de la cordillera; y sin cesar este ruido bronco, dejáronse oír en el espacio y sobre el valle unos como quejidos siniestros y antipáticos, que eran, según informes de Chisco, el graznar de los «butres» (buitres) y las grullas, que pasaban «cararriba»; señal ésta, como la del «rebombar» del pozo y la de las nieblas bajas con el «gallego» detrás, de que se nos echaba encima una invernada de las gordas.

Y se cumplieron las profecías: las nieblas se convirtieron en negras nubes henchidas de aguaceros, que el viento, embravecido poco a poco, estrellaba, con mugidos tremebundos, contra casas, ribazos y bardales, cerrándose boquetes y horizontes por donde quiera que se miraba; sintieron los más ardientes de sangre los primeros estremecimientos de frío, y nos declaramos todos en la casona seria y formalmente bloqueados por el invierno.

Las primeras consecuencias de este bloqueo fueron en ella, como era fácil de presumirse, la reducción de la tertulia a media docena escasa de valientes, entre ellos Pito Salces, a quien no atajaban en los impulsos de la querencia que le atraía, ni los más fieros vendavales, y (lo que fue para mí harto más desagradable y no esperado tan pronto) una crisis de mal género en el estado de mi tío. Como por encargo del médico se le vedaba hasta el asomar las narices al cuarterón abierto de una ventana, se consumía de impaciencia en los páramos entenebrecidos de su cárcel; y cuando llegaba la noche y, después de rezar el Rosario en la cocina, veía entrar en ella dispersos, acobardados, ateridos de frío y calados de agua a unos pocos tertulianos de los de aquella apretada falange de las primeras noches, y notaba la causa de la deserción de los demás en el furioso batir de las celliscas contra puertas y ventanas y en el cañón de la chimenea, quedábase pensativo y mustio, con la cerviz humillada y la vista fija en el flamear de la lumbre, cuyo calor buscaba por instinto. Y así un día y otro y otro, sin que la dureza de su fibra alcanzara a disfrazar siquiera los desalientos de su espíritu, llegó a un grado tal de abatimiento, que me alarmó, porque en un estado moral como el suyo, cualquier aletazo de su enfermedad era muy temible.

Hablando con él una mañana de aquellos días tan crudos, y solos los dos en la cocina, que era su ordinario paradero entonces, yo animándole como podía y él conociendo la endeble calidad de mis estimulantes, acabó por decirme:

-No te canses, Marcelo: este ujano que me roe es más fuerte que tú y yo juntos, por grandes que sean tus cuidados y por dura que haya sido mi correa. Mira, hombre: todavía no jaz un año que me tenía yo por tan duro de caer como las hayas de esos montes. ¡Trastajo con la vanidá de la guapeza humana! A lo mejor del pensar que solamente un rayo de la voluntá de Dios podía acaldarme en el suelo, un soplo que no apagaría una luz, me puso a las puertas de la muerte cuando menos lo esperaba y más descuidado dormía. Desde entonces acá, ¡pispajo!, yo que nunca me espanté de nada ni me encogí por cosa alguna, miro y remito con desconfianza hasta el suelo en que pongo los pies, porque siempre y a todas horas y en todas partes estoy temiendo el último golpe que falta para que el roble acabe de caer. Esta es la verdad, ¡cascajo!, y hasta creo que te apunté algo de ella en alguna de las cartas que te escribí. Pero entonces eran los días más largos y las noches más cortas; alumbraba el sol a la tierra y calentaba la sangre de los viejos, y, sobre todo, volvía de su viaje muy temprano; madrugaba mucho para espantar las ideas tristes de las cabezas en que apenas entra la caridad del sueño por la noche. Por eso me jallaste tan campante a la venida y me has visto ir tirando así hasta ayer, como quien dice... hasta que vino lo que yo había visto venir otras veces sin apurarme por ello, y no sé si te diga que con gusto... ¡con gusto, trastajo! porque cuando hay buena salud, la tierra no tiene salsa si nos está cantando siempre una misma solfa... y sin cambiar de ropajes... Digo que fui tirando tal cuál hasta que llegó la primer cellerisca, ésta que todavía está pasando, mientras llega, por las señales, otra más dura de pelar que ella; y se apagó el sol de día, y se cerraron puertas y ventanas, y empezó a faltar de noche la gente de la cocina, y a no haber fin para las horas de la cama ni punto de sosiego para el mal pensar de la cabeza. Yo nunca había visto pasar por ella las negruras que ahora pasan. Hasta estos días y desde que tengo uso de razón, siempre el interés de los demás jizo que me olvidara de mí propio; pues ahora ¡ya te quiero un cuento, pispajo!... y esto es lo que me descuajaringa: no tengo ojos más que para ver cómo va la carcoma rejundiendo y ajondando en este tronco podrido que se cae por sí mesmo de día en día, de hora en hora. Paez que el viento, al rebombar en el cañón de la chimenea, me dice algo que nunca había oído yo antes; pero algo muy temeroso y muy triste... vamos, que ajuyera de ello de buena gana, si el temporal de afuera no me cerrara todos los caminos de escape, y el frío no me encadenara los remos y no me cortara la poca respiración que me queda en el gaznate... Otra cosa nunca vista: te puedo jurar que no me asusta la muerte porque soy viejo y cristiano y sé que ha de venir sin tardar mucho y que me toca esperarla confiado en la misericordia de Dios, como la espero; y con ello y con todo, me espanta la enfermedad que me va quitando la vida. ¿Cómo se explica este potaje? ¿Qué te parece a ti que será esto, Marcelo?

Faltábanme a mí los sofismas científicos con que Neluco, por ejemplo, hubiera podido aclarar aparentemente aquellas complejas oscuridades que me consultaba mi pobre tío, y despaché la consulta con cuatro vaguedades muy recalcadas y encarecidas sobre el influjo que ejercen en la máquina de los pensamientos los largos insomnios, la soledad de la noche, los fríos estacionales...

-Bien podrán tener algo de culpa esos ingredientes -me replicó mi tío con muy escasas señales de creerlo-; pero a veces se me figura a mí que hay también otros motivos de por medio... y harto será, ¡trastajo!, que no venga de esa banda toda la podredumbre. Mira, hombre... (porque puesto en tela de juicio el punto, debe ventilarse en regla; y yo le he visto por muchas caras en tantas y tantas noches de no pensar en otra cosa): si a mí me viviera no más que uno solo de los hijos que Dios me fue dando, la muerte de su padre no sería propiamente muerte; porque en casos como éste, y bien lo sabes tú, la vida de los que se van retoña en los que se quedan para algo más que llorarlos y rezar por ellos: es un eslabón trabado en otro eslabón... vamos, una cadena que nunca se rompe ni se acaba. Pero tal como han resultado aquí las cosas y puesto yo a considerar que estoy a dos dedos de morirme... ¡ay, Marcelo, qué pinturas se me ponen delante de los ojos! Con las últimas boqueadas, la cadena rota para siempre, el hogar sin lumbre, los establos vacíos, la casa en silencio y (lo que es peor, si no metisteis la llave entre las cuatro tablas que fueron a pudrirse con mis huesos al campo santo) en manos de hombres que no verán en ella más que el ochavo roñoso con que pagarán el derecho de maltratarla. Pues échate a pensar después en todas estas gentes que viven de su calor, porque son todos ellos, lo mismo que fueron sus padres y debieran serlo sus hijos, como sangre de la nuestra sangre y carne del nuestro propio cuerpo, mirándola de reojo al principio para acabar por no acordarse de ella y por irse desparramando, como pollucos sin la madre, robados al fin, uno a uno por el milano que no duerme... ¡Ay, trastajo! Esto es muy doloroso, hasta para soñado en pesadilla... ¿Qué no será, hijo mío, visto y palpado en la misma realidad? Créeme, Marcelo: importa mucho más que la vida de tu tío, lo que ha de irse con ella al otro mundo, si Dios no lo remedia... ¿No te parece a ti que pudiera ser ésta la «consistidura» de las cosas raras que me quitan el sueño y tanto me acobardan últimamente?

Conociendo como conocía yo la entereza de carácter y los sentimientos de mi tío, evidente era que andaba en lo cierto en aquella suposición, y que por cierto lo tenía él aunque aparentaba lo contrario; pero yo no podía declarárselo así, porque declarándolo, o me manifestaba a sus ojos descariñado e inclemente, o aceptaba un compromiso que no podía aceptar, porque era otro muy distinto del suyo mi modo de ver aquellas cosas. Me hubiera sido fácil engañarle aventurando una promesa que quizás andaba él buscando desde la primera carta que me escribió; pero me repugnaba esa mentira dicha a un hombre tan honrado y tan sagaz como aquél, exponiéndome, además, a que no me la creyera. Por eso adopté un temperamento anodino que ni alcanzó a levantar sus abatidos ánimos, ni siquiera a disfrazarle los aprietos en que me puso con su pregunta.

-Todo ello -repuso el buen señor, tratando de hacer un pinito de cháchara que no le salía bien-, es decir por decir. Marcelo, y ya que echamos la conversación hacia ese lado... ¡Pues tendría que ver, ¡pispajo!, que diera yo ahora en la gracia de agobiarte con pesadumbres nuevas, cuando más falta te hace algo alegre con que espantar las negruras de este temporal que se nos ha echado encima! Mira, hombre, créasme o no me creas: las únicas agallas que me quedan... vamos, lo único para que me siento animoso a la hora presente, es para ayudar a que no se te amurrien a ti también las alegraderas. ¿Oístelo? Pues bueno. Algo más y de más importancia que tengo que decirte, ya te lo diré en su hora y lugar correspondientes, y sin tardar mucho. Dicho debiera estar ya y por si acaso, días hace; pero... basta de conversación, y no te espante la amenaza, que aunque el punto es pariente cercano del tratado aquí, no tiene la cara tan fea. Si las tuvieran iguales los dos me libraría yo mucho de darte a conocer la que no has visto todavía.

Entró en la cocina Tona, algo tocada también de la murria inverniza, a trajinar en el fogón donde hablábamos mi tío y yo al calorcillo de la lumbre, y ya no pude preguntarle lo que tenía a la punta de la lengua, como exploración siquiera alrededor de la casta de aquel nuevo «punto» que me había puesto en gran curiosidad.

Pero más que curioso por aclararle, quedé preocupado y triste con la pintura hecha por don Celso del estado de su espíritu. Para llegar a tales extremos de franqueza un hombre de su temple, ¿cuál no sería el peso de su tribulación? Y ¿cuál la magnitud de mi disgusto y de mi pena al considerar que yo poseía el remedio de la más grande de las suyas, y, sin embargo, me resistía a ofrecérsele? ¿Era honrada esta conducta mía? ¿Estaba obligado yo a aceptar compromisos imposibles de cumplir? ¿Estaba bien demostrada esta imposibilidad? ¿Cabía, en la duda, el recurso de prometer, a reserva de cumplir hasta donde se pudiera?...

Puesta la cuestión en estos últimos términos ya me pareció más racional y soportable; y si hubiéramos continuado los dos solos en la cocina, es posible que allí mismo hubiera intentado yo introducir por este resquicio el primer sostén para sus desfallecimientos.

Pero Tona llevaba tarea para rato (como que se andaba en las proximidades del mediodía), y por si era poco este estorbo, entró Facia a dirigir la faena. ¡Cosa extraña! La mujer gris era el único ser de los que habitábamos la casona, en quien no había estampado alguna roncha el azote del temporal reinante. Hasta el mismo Chisco andaba un tanto espelurciado y encogido por establos y corraladas, y entraba en la cocina algunas veces con el humor avinagrado; al revés que Facia, la cual, desde que se habían desencadenado las primeras celleriscas, parecía otra. Cuanto más azotaban los granizos los paredones de la casa, y más «runflaban» los vendavales en el cañón de la chimenea, más alegre se le ponía la cara y más diligente se volvía para el trabajo.

Viéndola tan boyante y en tan ventajosas disposiciones, trabé conversación con ella aquel mismo día, al llevarme no sé qué cachivaches a mi cuarto.

-Parece -la dije para empezar-, que marchan bien los asuntos, ¿eh?

Entendióme la pregunta; y después de sobrecogerse un poco con ella, me respondió sin titubear:

-Así me los conserve Dios muchu tiempu.

-Me alegro en el alma -la dije entonces-; porque por no verla a usted con los espantos de estos días...

-¡Ni me los miente, señor, por obra de caridá! -me replicó volviendo a compungirse-. Paez que los males, como si oyeran, se ponen de pie en cuanto se les menta en boca...

-De todas suertes, resulta que los negocios de usted andan al revés del tiempo.

-¿Por qué lo diz, cristianu?

-Porque a la vez que él se embravece y se emperra, ellos van mejorando.

-Siempre lo que Dios jaz está bien jechu... ¡Ah, si esto durara muchu!...

-¿El temporal?

-Y lo otru.

-¿Cuál es lo otro?

-Lo que reza con lo que usté quiere saber.

-Y sin llegar a conseguirlo, por más señas... Vamos a ver, Facia: ahora que está usted un poco más tranquila, ¿por qué no me lo cuenta? ¿Por qué está llevando usted sola tan pesada carga?... porque yo creo que ni siquiera Tona tiene la menor noticia de ella...

-¡Hija de mi alma!... La lengua me partiera en dos con los mesmus dientes mius si la viera en tentaciones de parláselu... ¡igual que al probe señor y mi amu! ¡Santa Virgen de las Nieves!... Y, por caridá de Dios, no me pregunte más de esu por ahora... ni nunca jamás, señor don Marcelu; que yo, por la cuenta que me trae, buscaré el amparu de usté cuando la carga me rinda y las angustias me ajueguen... porque la peste ha de golver, y sin mucha tardanza, señor don Marcelu. ¡Ay, desdichada de mí!...¡Y el amu... y Tona!... ¡Santa Virgen la mi Madre!

Púsose lívida de repente, se le pintaron en la cara las angustias de otros días, y llevó hasta ella sus manos cruzadas y convulsas. Me movió a compasión la pobre mujer, y sentí remordimientos de haber sido yo el causante de aquella crisis amarga. Tomé con empeño el trabajo de calmarla, y lo conseguí; pero con la ayuda de una «zurriascada» feroz que se estrelló de repente contra las puertas del balcón. Cuando esto ocurría, se enjugaba Facia los ojos y respondía malamente a mis últimas observaciones. Al oír el estrépito de afuera, suspendió hasta las lágrimas y se lanzó a uno de los cuarterones abiertos, y allí se estuvo mirando, con la avidez de un sediento, aquella mar de lluvia cernida, revuelta y zarandeada en el espacio por la furia del vendaval.

-¡Oh! -exclamó al fin, retirándose de su observatorio con la cara radiante de alegría y andando presurosa hacia la puerta de salida-, por misericordia de Dios, hay pa ratu.

¿No era bien singular y extraño todo aquello?

Entre tanto, yo no cesaba de meditar sobre el grave tema, y punto de suma trascendencia para mí, surgido aquella misma mañana de la conversación que tuve con mi tío; y cuanto más vueltas le daba en mi cabeza, más obligado me creía, hasta por obra de caridad, a ofrecerle lo único que honradamente le podía ofrecer yo. Si con este ofrecimiento se curaba de sus angustias mortales, ¿qué mayor satisfacción para mí? Si andando el tiempo resultaba que no llegaban mis fuerzas tan allá como mis buenos propósitos, ¿qué culpa tendría yo de ello?

No vacilé más: busqué a mi tío, le hallé en su cuarto cerca de un brasero, hojeando unos papeles, tosiendo mucho y moviéndose mal debajo de la espesa ropa que le abrumaba, a la tétrica luz de la media tarde y al ruido ingrato de las celliscas y de los truenos que no cesaban afuera.