Peñas arriba/Capítulo XVIII

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Capítulo XVIII

Me anuncié preguntándole desde la puerta si podía hablar con él cuatro palabras sin molestarle.

Volvió hacia mí la cara con la viveza ratonil que le era propia, y me contestó, enderezando cuanto pudo el cuerpecillo descarnado:

-¡Mira, hombre, qué casualidad!... Apuradamente estaba yo pensando en ir enseguida a preguntarte lo mismo para cumplirte después la promesa que te hice esta mañana por remate de nuestra conversación.

-Pues a cumplir otra promesa -añadí-, que no pude hacerle a usted entonces por falta de oportunidad, pero que quedó hecha en mis adentros, vengo yo ahora.

-Ya estás sentándote y hablando -me dijo a esto, arrojando sobre la cómoda los papeles que hojeaba, sentándose después en una silla junto a la caja del brasero e indicándome que hiciera yo lo propio en otra que estaba enfrente de ella.

-En lo de sentarme -le dije, haciéndolo-, le obedezco a usted desde luego; pero en lo de hablar... no tanto.

-¡Esta es buena, trastajo! ¿Por qué, hombre?

-Porque quiero darle a usted la preferencia, como debo, en lo que mutuamente tenemos que decirnos, según parece.

-Vaya, vaya, déjate de cumplimientos, y empecemos por el caso tuyo, que para el mío siempre hay lugar. Conque ¿qué es lo que se te ocurre, hijo mío?

-Pues lo que se me ocurre -dije yo comenzando a tocar las dificultades de acometer de frente un asunto de tan delicada naturaleza como aquél, cuyo punto de partida era nada menos que la muerte de mi venerable interlocutor-, se me ocurre, mi querido tío, algo que se relaciona con otro algo que le oí a usted esta mañana y me produjo muy honda y muy amarga impresión...

-A ver, a ver -interrumpió el pobre hombre acercando más su silla a la mía, mientras se pintaba en sus ojuelos chispeantes la curiosidad que le devoraba.

-No crea usted que se trata de una cosa del otro jueves -añadí sonriéndome.

-Sea del otro jueves o del otro sábado, ¡venga esa cosa por derecho y sin envoltorios, hombre! -me respondió con un brío inconcebible en su extenuación cadavérica.

-Corriente -le dije yo, no sabiendo cómo armonizar mis escrúpulos con sus impaciencias-; pero después de declarar, para la debida inteligencia, que yo tomo el caso en el punto mismo en que usted le puso y le dejó esta mañana.

-Declarado y entendido... ¡Adelante ahora!

-Me dijo usted entonces, metido en la injustificada aprensión de que iba a morirse pronto... y Dios no lo confirme.

-Ésa es cuenta de Él y mía... ¡Adelante, Marcelo!

-Me dijo usted, repito, confesándome además que esa... aprensión...

-Aprensión, ¿eh?

-Que esa... cavilación, si lo prefiere así, era la que le estaba matando; que a usted no le espantaba la muerte, sino el morirse, el cesar de vivir, el irse del mundo para siempre, porque hace mucha falta en él y no deja quien le reemplace en su labor de toda la vida. ¿No es ésta, tío, la sustancia de lo que usted me declaró?

-Justa y cabal, Marcelo; justa y cabal...

-Y por eso, por esa pena tan grande, por ese modo tan triste de ver las cosas, iba usted perdiendo la tranquilidad y el sueño... y hasta la vida...

-Ni más ni menos, ¡pingajo!... ¡hasta la vida!

-Una alucinación como otra cualquiera; pero, en fin, así lo ve usted, y esto basta para su martirio que, en definitiva, es real y verdadero. Pues bien: si usted tuviera un hijo que le sucediera en sus inclinaciones, en sus propósitos y en sus obras, no hubiera cabido en usted ese temor a la muerte, ni esa... aprensión de morirse... Creo que es esto lo que también me dijo usted esta mañana, o me lo dio a entender, por lo menos.

-No, no: lo dije; y si no resultó bien claro, fue porque no supe decirlo.

-Corriente; pero sucede que no existe ese hijo, y que tampoco me dijo usted si la falta de él puede sustituirse con... algo.

-¿Con qué, Marcelo? ¿Con qué?

Y aquí el bendito de Dios erguía su cabeza, alargando el pescuezo descamado y rugoso y devorándome con los ojos anhelantes.

La emoción es contagiosa, y no logré darle, sin descubrir algo de la mía, esta breve respuesta:

-Verbigracia, con un deudo de su mismo apellido de usted...

Se revolvió convulso entonces en la silla, comenzó a resobarse una contra otra las manos trémulas, avivó las llamas de sus ojos que no apartaba de los míos, y me dijo ansiosamente después de haber acudido en vano dos veces a los registros de su voz:

-Venga el nombre de ese deudo... si es que le conoces tú. Por lo que a mí toca, no conozco más que uno.

-Pues si le conoce usted... -apunté yo, prefiriendo, por un sentimiento harto fácil de estimar, que la insinuación partiera de él.

-Y ¿qué adelanto yo con conocerle? -exclamó aquí mi tío, detenido probablemente por el mismo reparo que yo.

Dándolo por cierto y con entera resolución de llegar cuanto antes al fin que me proponía, le añadí:

-Con franqueza, tío: aunque nada me ha dicho usted nunca de ello, muchos síntomas bien claros me han hecho creer que, en su opinión, no caería mal en esta casa, mañana u otro día, ese pariente a quien ambos nos referimos.

-¡Cascajo... pues yo lo creo!... ¡Como santo en su peana!

-Y ¿por qué no me lo ha dicho usted derechamente?

-Pues, hijo del alma, y franqueza por claridad, porque no me gustan santos a la fuerza; y para serlo de buena voluntad y de la clase que se necesitan aquí, no veía yo la mejor madera en ese pariente mío. ¿Lo quieres más neto?

Iba, entre tanto, difundiéndose por toda su faz, lívida y acartonada, una expresión de intensa alegría; pero con tal rapidez, que no parecía sino que le daban impulso los mismos vendavales que zumbaban entre los peñascos y jarales del contorno. Y cuando le dije terminantemente lo que pensaba decirle, se incorporó con la agilidad de un muchacho, me miró con unos ojos en que se pintaba la exaltación de su espíritu resucitado, y exclamó:

-¡Tú, Marcelo!... Nada menos que tú... ¡el hijo de mi hermano Juan Antonio!... ¡Un Ruiz de Bejos de pura casta, sano y garrido como un trinquete!... Pero ¿lo has pensado... lo has medido bien, hijo mío? ¿No hay en tu arranque algo... vamos, algo de caridá que te ciegue? ¿Sabes bien todo lo que pesa esa carga en un hombre de tu ropaje? ¿Será posible que Dios misericordioso lo haya sido conmigo también en esto que le he pedido tan de veras?

-Vamos a cuentas sobre ello, querido tío -le dije levantándome yo también según iba creciendo su exaltación, y tomando sus manos entre las mías-. Vamos a cuentas, y a cuentas claras: el simple deseo de usted, declarado con franqueza, me hubiera bastado, desde que estoy en Tablanca, para brindarme, sin esfuerzos ni violencias, a lo que me he brindado hoy, en el supuesto aventurado de que yo le sobreviva a usted...

-Déjate de supuestos, hijo, y dalo por cosa hecha... y para muy pronto: yo sé a qué atenerme sobre eso mejor que tú.

-Démoslo, por un momento, como usted quiere y para entendernos mejor; y digo que me comprometo, en ese triste y desgraciado caso que Dios aleje de nosotros tan allá como yo deseo, a poner de mi parte cuanto quepa en las fuerzas de mi decidida voluntad, para proseguir la obra benéfica de usted aquí, y desde luego, le empeño mi palabra de que la cadena, por de pronto, no ha de romperse por el eslabón que yo represento en ella... Después, sólo Dios puede saber lo que sucederá; Porque...

-¡Punto ahí, Marcelo!... porque ya me concedes hasta más de lo que yo me hubiera atrevido a pedirte... ¡Y Dios te lo pague en la medida de lo que yo lo aprecio!

Enseguida me abrazó muy conmovido; abracéle yo a él también al mismo tiempo, y no muy sereno que digamos, y abrazados estuvimos lo bastante para que yo percibiera el acelerado compás de su respiración.

Al desprenderse de mí, clavó la vista durante un buen rato en el crucifijo que estaba colgado sobre el testero de su cama. Se había descubierto la cabeza para eso, y yo, por respeto a lo que debía de estarse tratando en aquella escena sin palabras, me descubrí también.

En cuanto descendió con la atención a las cosas del bajo mundo, me dijo con voz entera y mucha tranquilidad:

-Vamos ahora a tratar del asunto mío.

Púseme gustoso a sus órdenes; rogóme que le ayudara un poco allí y salió del cuarto: llegóse al mío; metió la cabeza dentro de él; hizo lo propio en la alcoba del salón intermedio, y trancó luego la puerta de éste. Vuelto a su punto de partida, desde donde le observaba yo lleno de extrañeza, cerró también con llave la puerta, y me dijo placentero y sonriente, pero ahogándose de cansancio:

-¿Te asombrarán un poco estos husmeos de lebrel, eh?

Respondíle que sí, y añadió:

-Pues todos son necesarios, con lo curiosas que son las gentes, cuando el caso lo requiere como ahora. Por lo pronto, repara bien lo que yo vaya jaciendo, y ten la caridad de ayudarme cuando te lo pida.

Dicho lo cual, se dirigió a la alacena que estaba cerca de la ventana y en la misma pared, y la abrió con una de las llaves encadenadas en un llavero que sacó, pujando mucho, de un bolsillo interior de su chaleco.

La alacena era de poco fondo, y no tenía más que una balda a la mitad de su altura. Sobre la balda y debajo de ella había como una docena de legajos, arranciados los más de ellos y atados con bramante deshilado y medio destorcido.

-Son copias de escrituras -me dijo mi tío-, cuentas viejas de particiones de bienes, y otros papelotes de familia... Vete poniéndolo todo encima de esa cómoda, porque yo no tengo ya resuello ni para levantar los brazos solos... ¡Por vida de los demonios... del pispajo!...

Hice lo que me mandaba, y fue sacando de la alacena, además de los legajos, tres pares de candelabros de plata, varios cubiertos y una bandeja del mismo metal, y un rimero de porquerías, entre ellas más de seis libras de polvos de salvadera envueltos en un papel de estraza, y una jarra blanca como de media azumbre, con un paluco adentro. El interior de la jarra y el paluco estaban cubiertos de una costra negruzca muy removida y cuarteada. Pregunté a mi tío con una mirada para qué servía aquello, y me respondió:

-Eso es para hacer tinta... digo, era; porque ya con la última hecha el año que pasó, ha de sobrarme. La hacía con agallas y caparrosa, y la revolvía dentro de la jarra con ese paluco, que es de higar, porque de otra madera no sirve: saca la tinta mal color.

Después de desocupada la alacena, me mandó mi tío que sacara la balda tirando hacia mí. Saqué la balda, que era pesada y de castaño, como todo el interior de la alacena. Quedaban sobre el fondo de ella, en sentido vertical y uno en cada ángulo, dos anchos listones, que parecían estar allí para sostener los extremos de los otros dos horizontales y más estrechos, sobre los cuales descansaba la balda; pero era otro muy diferente su destino: estaban sueltos y servían para ocultar unos pasadores de hierro con que se sujetaba a los tableros laterales el del fondo. Sacado éste al fin, después de quitado el estorbo de los cuatro listones, y vencida la dificultad, no pequeña, de correr los pasadores oxidados, apareció un bulto negro en las entrañas de la pared.

-Jala de eso pa-cá, arrastrándolo -me dijo mi tío señalándome el bulto con la mano por encima de mis hombros medio embutidos en la alacena.

Embutílos todavía más para hacer lo que me ordenaba mi tío; llegué con las manos al bulto, que tenía cuatro caras, duras y frías, como que eran de hierro; doblé los dedos sobre las aristas del fondo, y tiré hacia mí-, pero no me bastó el primer tirón, porque era muy pesada la caja, y tuve necesidad de repetirle con mayor fuerza para arrastrarla hasta la boca de la alacena, donde la dejé por encargo de mi tío.

-Ahora -me ordenó-, dale media vuelta, de modo que quede hacia nosotros la cara de atrás.

Hícelo así, y apareció en ella la cerradura, que a la simple vista no tenía nada de particular. La caja mediría poco más de un pie de ancha, por cosa de pie y medio de alta.

-Corriente -dijo mi tío entonces-. Pues ahora déjame ponerme donde tú estás; pero repara bien lo que me veas hacer para enterarte mejor de lo que te vaya explicando.

Entonces eligió otra de las llaves de su llavero, y, con mano algo temblorosa, la dirigió a un punto determinado de la cerradura de la caja.

Todos estos procedimientos y detalles iban poniendo mi curiosidad y mi extrañeza en un grado de tensión extraordinario. El aspecto de la habitación, tan austero que rayaba en lo pobre; su puerta y las inmediatas, cerradas con llave; aquel hombre extenuado, envuelto en un ropaje burdo y desaliñado, sobre el que destacaban la cara lívida, de ojos hundidos y relucientes, y las manos cadavéricas; aquella alacena de fondos negros, y en otro fondo de ella, más negro aún, una caja de hierro oculta por una trampa más o menos ingeniosa; una luz tétrica iluminando la estancia, y fuera de ella los bramidos del huracán, me estaban pareciendo en conjunto un pasaje de melodrama, en el cual desempeñaba yo un papel de galán joven, protegido del desalmado usurero, por uno de esos incomprensibles antojos del corazón humano.

-Esta caja -me decía mi tío mientras me revelaba prácticamente el secreto de su cerradura, bien fácil de aprender, después de explicado-, la discurrió y la jizo un jerreru de aquí, muy amañante y de mucha idea, y se la regaló a mi padre; y para ella se abrió, tiempo andando, esta alacena en este morio, que no baja de cuatro pies de macizo. No hay memoria de intento de robo en esta casa; pero ya que había caja con secreto y algo que guardar en ella...

Tan pronto como quedó abierta, y a la vista una buena parte de lo que guardaba, se volvió mi tío hacia mí y me dijo, como si estuviera leyendo los pensamientos que bullían en mi cabeza:

-Lo que menos te has figurado tú, al ver lo que está pasando aquí rato hace, que tu tío es un avariento dejado de la mano de Dios, y que trata de deslumbrarte los ojos con los frutos de sus rapiñas. La verdad, Marcelo: yo me lo figuraría, puesto en tu caso.

Me sonreí sin decir una palabra, y continuó mi tío:

-Pero así y con todo, por esta vez fallan las señales. Esto que aquí ves, es, en suma y finiquito, el ahorro de tu tío Celso... y la puchera de los pobres de Tablanca. Estas alhajas sueltas son las que han ido llegando a mis manos, como llegaron otras semejantes a las de tu padre, por herencia de nuestros mayores, menos unas Pocas, estas arracadas de oro, y estas gargantillas de coral, y este relicario de plata con piedras finas, que le regalé yo a mi pobre mujer cuando nos casamos, y tuvo empeño en legármelos a su muerte. Estos cartuchos largos y cortos, gordos y flacos, son de monedas de oro todos ellos. No sé lo que componen en conjunto, porque nunca he querido cansarme en averiguarlo. Lo que sé es que las mermas de ello dependen de las necesidades que haya fuera de mi casa. A mí y a cuantos en ella vivimos, nos sobra con lo que nos da la tierra cada año, y eso que nos tratamos bien y a qué quieres, boca. Las fuentes que lo han ido manando, no están, como puedes comprender, en las pobres tierrucas y en los ganados de Tablanca: otras hay muy lejos de aquí, y viejas en la familia, de mejores manantiales. De todas ellas tendrás noticias, cuando las necesites, en papeles que están en esos legajos y hasta encima de la cómoda... velos ahí, porque un rato hace andaba yo con ellos entre manos. Lo que importa que sepas sin tardanza, por lo que pueda tronar, es que había en este joriaco lo que ya tienes a la vista y no está inventariado en ninguna parte; y que todo ello, alhajas y monedas, es de tu sola pertenencia desde este mismo momento.

Sorprendido con la ocurrencia, intenté hacer muy formales reparos a mi tío. No me consintió decir una sola palabra.

-Es asunto mío -me dijo, tapándome la boca con una mano, fría como piedra sepulcral-, y resuelvo sobre él lo que me da la gana. Además, estoy entrando en vena de hablar, y necesito hablar yo solo y sin que nadie me corte la palabra... ¡trastajo!, hasta para sacar los atrasos de estos días de murrias negras. Lo peor es ¡por vida del pispajo! que me va faltando el resuello... Deja que descanse un poco.

Sentóse en una silla apurado de respiración, más lívido que antes de cara, y trasudando. Aconsejéle que no volviera a hablar de aquel asunto ni de ningún otro, porque necesitaba reposo y tranquilidad; pero no me tomó en cuenta el consejo. A poco rato, aunque sin moverse de la silla, continuó así:

-Conviene que te advierta, para que lo tengas entendido, que no trato de corresponder con esta miseria al gran favor que me ofreciste poco hace. La prueba de ello, si no te basta mi palabra, la hallarás en mi testamento, hecho a las puertas de la muerte, cuando el primer ataque de esta perra enfermedad... Te repito que me dejes hablar a mí solo hasta que se acabe todo lo que quiero decirte. Otro día hablarás tú, y pata... Volviendo al caso, digo que de todo esto que ya es tuyo desde ahora, han salido muchos de los que estas gentes creen milagros míos; porque otras tantas veces he tenido que hacerme de rogar un poco, con la excusa del no poder; pues de blandearme a las primeras dejándoles descubrir el manantial, ¡pobre de él y pobre de mí, hijo del alma! porque, en finiquito, estos hombres, aunque buenos en lo principal, son rudos y de los que se rigen más por la boca que por el entendimiento... Tampoco te digo esto de la fuente para obligarte con ello a cosa alguna, sino porque es la verdad, y no sobra el que la conozcas... como conozco yo que cada uno tiene su modo de matar pulgas, y que tú tendrás el tuyo particular, por consiguiente, y sabrás hacer de tu capa un sayo, o dos, o los que se te antojen... o ninguno, si mejor te parece. Pero (y vaya el ejemplo para ver el asunto por las dos caras) por si te allanaras aquí algún día a seguir los mismos gustos que he tenido yo en lo tocante a este vecindario, no te he de ocultar que ha de costarte bastante trabajo al principio, y algunos disgustos después. Para ayudarte a orillar las primeras dificultades, te recomiendo al Cura, que sabe tan bien como yo, y hasta mucho mejor que yo, de qué pie cojea cada uno de sus feligreses. También te puede servir de ayuda, y buena, Neluco Celis, el médico; que aunque mozo, tiene una voluntad de perlas para estas cosas, gran ojo y mayor entendimiento. Te advierto también que el Cura es el único hombre, fuera de nosotros dos, que sabe lo que se guarda en esta pared. Creí conveniente declarárselo cuando no contaba contigo, porque no se lo comieran algún día los ratones, o fuera a parar, andando el tiempo, a manos que no lo merecen; porque no tengo herederos forzosos ni otros parientes pobres que esos dos bandoleros de que me hablaste el otro día, y no son merecedores más que de un grillete, que no les faltará, si viven... Déjame que se me pase este golpe de tos, y que tome otro respiro. ¡Ay, trastajo, qué miseriuca somos a lo mejor!

Esta vez fue más largo el paréntesis de mi tío, porque fue mayor la fatiga provocada por la tos. En cuanto se repuso un poco, continuó diciendo:

-Pues bueno, y a lo que te iba: ya estás al tanto de las cosas y tienes en marcha tu plan: aquí empiezan las alegrías de la buena entraña, pero también las desazones gordas, si no te armas mucho de paciencia, ¡pero mucho, pispajo! Porque vuelvo a decirte que estos hombres, como caerás tú prontamente en ello, no todos son santos. Pero cinco dedos tenemos en cada mano, y no hay dos que resulten iguales: lo mismo pasa entre los hijos de familia; y pasando así en una familia de pocos y de una sangre sola, ¿qué no pasará en una familia de muchos, como ésta en que hay hijos de tantas y tan diferentes madres? Toparás, de vez en cuando, hasta con desagradecidos, y verás que éste es el tropiezo que más duele y el que más obliga a cerrar los ojos para seguir adelante con el deber que uno tiene con Dios y con sus buenas intenciones; y obrando así, hasta llegarás a mirar a esos desdichados como a hijos que más necesitan por sus flaquezas, de amor y de la vigilancia del padre. De todas suertes, la prosperidad y el agradecimiento de los buenos te consolarán de la ingratitud de los que no lo son tanto; porque malos, propiamente, yo no los conozco aquí: la verdad sea dicha. Llevada de este modo la tarea, acabarás por tomarla mucha ley; pero guárdate bien de darla nunca por asegurada, por firme que la creas por todas partes, porque torres más altas y de esa misma hechura se han venido al suelo de la noche a la mañana. Tan seguros como yo a estos hombres, tenía a los de Coteruco mi gran amigo don Román de la Llosía, y ya te he contado cómo y por qué, dos años hace, en cuanto vinieron estas políticas nuevas que hoy nos gobiernan, en un abrir y cerrar de ojos se le fueron de las manos, y de hombres agradecidos y cariñosos, se convirtieron en fieras enemigas suyas, hasta el punto de verse obligado el caballero, más por dolor de lo que veía que por miedo que lo tuviera, a mudar su residencia a Santander con toda su familia. Y por allá se anda a las fechas, sin apartar los ojos de su pueblo, aunque con el consuelo, últimamente, de ver cómo van echándole de menos allí y suspirando por él los mismos que le vilipendiaron, según van volviendo las heces al fondo de la cuba, revuelta por manos viles.

Lo que te probará, por otra parte, hijo mío, que la semilla buena no puede dar nunca malos frutos, y que a la corta o a la larga, y después de haber sembrado así, lo bueno siempre triunfa y sale a flote por encima de todo. Con esto no te canso más por ahora, y vamos a dejar, si te paez, todos estos cachivaches como estaban.

Procedimos a ello, es decir, procedí yo, porque mi pobre tío no estaba para moverse de la silla, y a duras penas logró sacar de la argolla la llave de la arqueta después de cerrada y abierta por mí varias veces bajo su dirección, para que no se me olvidara el secreto de la cerradura, y mientras iba yo colocando cada cosa en su sitio y trancaba la alacena, cuya llave quiso separar también del llavero, y separé yo al fin, a sus instancias, por no tener él fuerzas ni paciencia para hacerlo.

Enseguida me entregó las dos llaves, sin consentirme la menor palabra en contra de su decisión irrevocable.

-Pero, alma de Dios -me dijo por último razonamiento-, ¿no te has enterado de que son inútiles ya en mi llavero? ¿No has visto que ni para mover las tablucas desclavadas de la alacena me quedan fuerzas ya? ¿Cómo, sin dar cuarto al pregonero, he de componerme para llegar con las manos a lo que hay dentro de la caja? ¿No lo consideras? Pues si (lo que no es de esperar) necesitara yo algo de ello en lo que me queda de vida, por no alcanzar lo corriente que anda más a la mano en los cajones de esa cómoda, con pedírtelo a ti estaba el punto resuelto. Conque basta de esta conversación, y a otra cosa... Quiero también que te lleves a tu cuarto estos papeles que estaba yo hojeando cuando entrastes aquí, para que te vayas enterando de ellos si no tienes cosa más divertida en qué entretenerte.

Hizo apresurada y torpemente con todos los que estaban desparramados sobre la cómoda, un revoltijo lastimoso, y me los entregó así. Mientras yo los plegaba y ordenaba un poco mejor, le exponía excusas y reparos que resultaban inútiles: no quería oírme. Cuando acabé mi fácil y breve tarea, me dijo:

-Ahora vuélvete, hijo mío, a tus quehaceres y a orear un poco la cabeza por la casa; y vete en la confianza de que si con lo tratado aquí entre los dos no me has quitado la enfermedad de encima, me has dado fuerzas y ánimo que ya no tenía para llevarla sin pena ni miedo hasta la misma sepultura; y esto, en mi modo de ver, vale más que una buena salud.

Después me abrazó, y todavía me dijo antes de moverme yo hacia la puerta de salida, volviéndose él hacia la solana:

-Mira, hombre; hasta la ira de Dios parece que se ha calmado también: ya no llueve tanto ni truena ni rebomba el viento como antes.

Y era la pura verdad: la misma luz de la estancia, a pesar de irse acabando la tarde, era menos triste que cuando yo había entrado en ella.